Hay momentos en los que uno no puede evitar mirar atrás y reconocer que, en muchos sentidos, antes vivíamos mejor. No me niego a que las cosas cambien, crezcan o evolucionen. Hablo como una pachuqueña que ama su ciudad, que se enorgullece de ella y de su historia, que la defiende de quienes, sin empacho, la critican y la observan desde una mirada presuntuosa, al señalar que aquí “no hay nada que hacer”.
Lo dicen sin conocerla, sin caminarla, sin haber respirado su aire limpio en la mañana o sin haber visto sus cerros cubiertos de neblina desde el reloj monumental. Hablan sin saber que, por muchos años, fue más que un punto en el mapa, fue hogar, fue comunidad, fue y sin duda, puede seguir siendo un gran lugar para habitar, en el sentido más profundo y sociológico: sentirse parte del lugar.
Quienes llevamos décadas aquí, sabemos que teníamos un gran futuro, sin duda, un proyecto de vida real para los oriundos y para todas aquellas personas que migraron, sobre todo después del temblor del 85, quienes llegaron entonces, adoptaron la dinámica pachuqueña sin problema, porque encontraron aquí un estilo más cercano, donde las familias se conocían, los niños jugaban en las calles y uno podía ir a pie a la escuela o al mercado, saludando a la gente en el camino. Las calles eran limpias, las distancias breves y el ritmo de los días más tranquilo. Había una identidad, un sentido compartido, una ciudad que te abrazaba. Pero eso ha cambiado. Y no solo por el paso del tiempo.
Hoy duele ver una triste realidad en la que incluso la violencia, que antes solo existía en las noticias, ya hace presencia. El compás diario se transformó, no por progreso, sino por una rutina dominada por el estrés constante, la gran cantidad de automóviles, la pésima cultura vial, las vías en mal estado y obras mal planeadas que lejos de resolver, entorpecen.
Pachuca ha experimentado una transformación acelerada, caótica, sin rumbo claro. El crecimiento urbano ha sido desordenado, sin planeación real, empujado por la especulación inmobiliaria, y aprobado por autoridades que pensaron más en intereses económicos que en el bienestar ciudadano. Así nacieron cientos de fraccionamientos mal ejecutados, sin servicios adecuados, mal conectados y si la integración ideal a la configuración pachuqueña. Zonas donde la existencia se dificulta en lugar de facilitarse y en donde las reservas ecologías no fueron respetadas, lo que ocasiona un desgaste físico, mental y emocional arrastrado por la dinámica en la ya no llegas a ninguna parte en 10 minutos a pesar de las vías super rápidas construidas y empeoradas por malas decisiones, y porque cada obra inconclusa, cada calle cerrada sin aviso, cada bache eterno o semáforo descompuesto, nos recuerda que la ciudad que habitábamos se nos está escapando de las manos y hoy se vive con fastidio. Lo que antes era cercanía, hoy es distancia, lo que antes era comunidad, hoy es desconfianza o indiferencia.
El arribo masivo de personas sin que la ciudad estuviera preparada para recibirlas de manera digna, generó colonias sin alma, hechas al vapor, con calles angostas y banquetas irregulares. Lugares que, más que integrarse al urbanismo, quedaron desconectados, olvidados. Y no se trata de culpar a quienes llegaron. Todos tenemos derecho a buscar un lugar donde vivir mejor. El problema no es la migración interna, sino la incapacidad de nuestros gobiernos para gestionar ese crecimiento de forma humana, inteligente y sostenible. Lo barato salió caro. Lo rápido resultó torpe. Y los que ya vivíamos aquí comenzamos a sentir que algo se rompía, porque llevamos en la memoria una ciudad amable, que hoy cuesta reconocer.
El problema es más profundo que una calle en mal estado. Es un asunto de desarraigo. De no sentir que importamos. De ver cómo los espacios públicos se deterioran, cómo los parques pierden su esencia, cómo se construyen puentes que nadie pidió, y como los cerros desaparecen para hacer uso de ellos en construcciones depredadoras mientras siguen faltando espacios para convivir de manera sana. En medio de un ambiente gris, ruidoso, áspero. Un cambio, lento y constante que nos aleja, pero en donde no cabe la resignación ya que, a pesar del mal gobierno, de la ausencia de visión, la ciudad sigue siendo nuestra, y habitarla no es solo una cuestión administrativa sino un acto de amor, de resistencia y de participación.
Podemos empezar por recuperar lo que nos unía, las relaciones, las redes de vecinos, el cuidado de lo público, el orgullo por nuestro entorno además de exigir mejores obras, mejores servicios, mejores decisiones, pero también aportar desde lo que podamos: cuidar la calle, respetar al otro, mantener viva la memoria de lo que fuimos, para que no se nos olvide lo que queremos volver a ser.
La Bella Airosa tiene historia, tiene identidad, tiene corazón. No podemos dejar que se nos escape entre el tráfico, la basura y el concreto mal puesto. Habitar la ciudad es más que ocuparla: es reconocerla como parte de nosotros, en coexistencia, comprenderla desde lo cotidiano, desde lo que compartimos sin darnos cuenta. Es sentir que tenemos un lugar, no solo físico, sino también simbólico. Porque esta ciudad es nuestra, y aunque hoy lastime verla así, también es nuestra responsabilidad hacerla un espacio en el que vivir se sienta bien.
Nuestra Pachuca de Soto, no se nos perdió de un día para otro. Se nos fue entre pésimas obras, entre la prisa mal entendida del desarrollo, entre el silencio conformista. Pero aún estamos aquí. Los que crecimos con ella, los que aún la caminamos con cariño a pesar de la rabia, los que la recordamos limpia, tranquila, sabemos que no todo está perdido si decidimos rescatarla.
Porque mientras quede gente que la ame, que la defienda, que la nombre con cariño, no seremos más una ciudad satélite como mucho la han señalado, será otra vez hogar. No podemos esperar a que el gobierno nos la devuelva. Somos nosotros quienes debemos tomarla de nuevo, cuidarla, exigirla, reconstruirla con dignidad y apostar por la esperanza.
Entonces, nos toca accionar, hacer lo que nos corresponde desde lo particular, porque no merecemos el caos, ni la mediocridad, ni los accidentes, ni el tráfico. Nos toca recuperarla, y eso solo se logra con nuestra cultura cívica: respetando, participando, exigiendo, cuidando. Habitar una ciudad es también ejercerla, defenderla y no permitir que se nos caiga encima sin hacer nada.
