El año pasado, con motivo de un homenaje por el fallecimiento de José Agustín, me invitaron a escribir alrededor de su obra y su influencia en la literatura mexicana. Decliné sin pena, pues ante mi ignorancia sobre el tema y mi poco interés en su trabajo, sabía que podía salir un texto poco honesto y apurado. Sin embargo, me quedó la espina por leer alguna de sus novelas o cuentos, que me fue apremiando más tras leer su excelente prólogo a Las enseñanzas de don Juan (Guía 590, Tachas 621). 

Y allí apareció La tumba, su ópera prima, que abordé bajo ese extraño efecto que mencionaba Borges, de leer el Quijote después de haber leído Kafka, pues anclada en mi memoria se encontraba como novela precedente Un millón de gusanos de Rogelio Flores (Guía 162, Tachas 140). Los paralelos entre ambas, con medio siglo de distancia, me parecieron fascinantes y en permanente contraste las andanzas del acaudalado Gabriel Guía se reflejaban las de Román, gemelo sobreviviente y dandy del underground. No ocultaría mi predilección por este último, menos cínico y narcisista, más cercano a mis tiempos. Pero descubrir la lectura de José Agustín, a estas alturas, no dejó de parecerme tan deliciosa como recomendable.  

La tumba deslumbra también al pensar en la edad de su autor y el momento de su escritura y publicación. La calidad de su estructura y la velocidad e inmediatez permanente. Esa pedantería desacralizadora y permanentes escapes a otras lenguas.

Me sorprendió que fuese construida sobre el mito medieval del caballero cisne, Lohengrin. Contra todo lo que esperaba, un eco del beat norteamericano con su anglicísimo rock y jazz, la obra musical más mencionada en toda la novela es la de Wagner, referencia fundamental para la construcción del personaje. 

En ese contraste entre la cultura de la élite y las enseñanzas de las calles de la Ciudad de México, entre el ideal caballeresco y el fracaso del relato burgués sobre el amor y la adultez, La tumba, con toda su irreverencia y a la vez autocensura, mediante el empleo del signo /, es una obra capital. 

Decía también Borges que uno debía sentirse orgulloso de los libros que ha leído. Y, más allá del orden, las prisas o los contrastes, La tumba es una de las novelas que recientemente me ayudan a apuntalar ese orgullo.

 

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