La dirección del apartamento en la calle Lepsius de Alejandría, su hogar durante los últimos veinticinco años de su vida, aparece impresa en tinta carmín gracias a un tapón de caucho. Junto a ésta, las iniciales de su nombre y apellido certificaban que los poemas distribuidos en hojas sueltas o cuadernillos pertenecían al poeta de ascendencia griega afincado en la antigua capital de los Tolomeos, Konstantinos Petrou Kavafis. Corrector y artesano incansable, haría de su obra completa una colección que a lo largo de décadas alcanzó 154 poemas, más casi un centenar adicional recopilado por sus estudiosos. El celo obsesivo por pulir y no publicarlos en ediciones “formales”, mediante tirajes mínimos y repartidos de mano en mano, lo hacen un personaje aún más exótico en estos tiempos de comunicaciones masivas, inmediatas y digitales. 

En ese mismo depa de la calle Lepsius, Kavafis apagaba luces, corría cortinas y encendía una lámpara para leer o comentar sus trabajos. Reforzaba la puesta en escena íntima, con algunos espejos que devolvían la penumbra. El escritor E. M. Forster, que lo trató en Alejandría, alude a ese gusto por el encuadre y la atmósfera, coherente con la teatralidad controlada de muchos de sus poemas.

Desde aquella Alejandría, faro del helenismo, llegan a nosotros como un canto lúcido de quien veía en el pasado su presente. Me pareció importante presentar uno de sus más famosos trabajos:

 

Esperando a los bárbaros

(1904)

¿Qué esperamos agrupados en el foro?

 

Hoy llegan los bárbaros.

 

¿Por qué inactivo está el Senado 

e inmóviles los senadores no legislan?

Porque hoy llegan los bárbaros.

 

¿Qué leyes votarán los senadores?

 

Cuando los bárbaros lleguen darán la ley.

 

¿Por qué nuestro emperador dejó su lecho al alba,

y en la puerta mayor espera ahora sentado

en su alto trono, coronado y solemne?

 

Porque hoy llegan los bárbaros.

Nuestro emperador aguarda para recibir

a su jefe. Al que hará entrega 

de un largo pergamino. En él

escritas hay muchas dignidades y títulos.

 

¿Por qué nuestros cónsules y los pretores visten

Sus rojas togas, de finos brocados;

Y lucen brazaletes de amatistas,

Y refulgentes anillos de esmeraldas espléndidas?

¿Por qué ostentan bastones de maravillosamente cincelados

en oro y plata, signos de su poder?

 

Porque hoy llegan los bárbaros;

Y todas esas cosas deslumbran a los bárbaros.

 

¿Por qué no acuden como siempre nuestros ilustres oradores

a brindarnos el chorro feliz de su elocuencia?

 

Porque hoy llegan los bárbaros

que odian la retórica y los largos discursos.

 

¿Por qué de pronto esa inquietud

y movimiento? (Cuánta gravedad en los rostros.)

¿Por qué vacía la multitud calles y plazas,

y sombría regresa a sus moradas?

 

Porque la noche cae y no llegan los bárbaros.

Y gente venida desde la frontera

afirma que ya no hay bárbaros.

 

¿Y qué de nosotros sin bárbaros?

Quizá ellos fueran una solución después de todo.

 

A casi un siglo de su muerte, ocurrida en tierras griegas por un cáncer que irónicamente lo privó de su voz meses antes de iniciar su descenso al Hades, las palabras de este peculiar funcionario de riegos resuenan con igual poder en tiempos de migrantes y muros defensivos.  

 

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