Es notorio que cada vez que ocurre una tragedia en México, ya sea una explosión, accidente masivo, incendio o un desastre natural, se repite un patrón reconocible: en los primeros días, las instituciones, medios de comunicación y sociedad, se movilizan rápidamente y con una fuerza impresionante. Los cuerpos de emergencia, hospitales y brigadas de rescate se activan, se prenden campañas de donación, los gobernantes emiten frecuentemente comunicados y los ciudadanos expresan harta solidaridad. Sin embargo, al pasar de los días, la atención disminuye, la cobertura mediática se diluye y las víctimas ahora enfrentan un camino solitario hacia la recuperación, marcados por el abandono y la ausencia de reparación jurídica y legal. Esta dinámica es un fenómeno conocido como “la fatiga de la compasión”.
En las fases iniciales de los desastres, la lógica que impera es la de atención inmediata de la crisis, ya que la presión mediática y la visibilidad política obligan a los gobiernos a mostrar una capacidad de respuesta urgente. Incluso, a veces se aprecia como una etapa heroica: se despliegan recursos extraordinarios, equipos de emergencia, los gobernantes recorren el lugar, hay helicópteros, especialistas, entre otros. En ese momento parece que todos los recursos del país están al servicio de las víctimas. Sin embargo, esta fase, por naturaleza, es transitoria. Esos recursos extraordinarios se agotan pronto, las brigadas vuelven a sus funciones habituales y el presupuesto no contempla ni de cerca los meses o años de rehabilitación intensiva. De igual manera, la cobertura de medios cambia de tema y la presión social disminuye dando paso a esa “vuelta a la normalidad”, en la que el seguimiento a largo plazo de los afectados queda relegado.
La fatiga de la compasión es entonces ese agotamiento emocional y psicológico que aparece cuando uno se expone de manera prolongada al sufrimiento ajeno. Es muy frecuente que aparezca en profesionales de la salud, rescatistas o trabajadores sociales, quienes enfrentan constantemente situaciones de dolor y pérdida y desarrollan ese cansancio que reduce de manera significativa su capacidad de empatía. Al paso del tiempo este concepto se ha ampliado a comunidades y sociedades enteras, las cuales, tras una fase inicial de solidaridad, experimentan saturación emocional y dejan de prestar atención a las víctimas. La despersonalización, la indiferencia progresiva e incluso el cinismo aparecen, junto al desinterés de colaborar o donar y lo que en los primeros días era indignación y empatía, se va transformando en silencio.
En México este fenómeno se aumenta por factores estructurales, pues nuestro sistema de salud, fragmentado y saturado, genera que los profesionales incluso ya estén en agotamiento antes de que suceda una tragedia. En el caso más reciente, el de los grandes quemados con lesiones graves, cuya atención es particularmente costosa pues requiere meses de hospitalización, cirugías múltiples, rehabilitación física y apoyo psicológico, exhibe al estado que no cuenta con programas diseñados para sostener este esfuerzo a largo plazo. De la misma manera, la desigualdad social hace que muchas víctimas carezcan de redes familiares o económicas que les permitan sostener su recuperación y además la falta de transparencia en los procesos jurídicos alimenta esa sensación de abandono e impunidad. Todo esto contribuye a que la fatiga de la compasión sea la constante tras cada evento catastrófico.
En efecto, desde un ángulo humano la fatiga es normal, pues ninguna persona o comunidad puede sostener indefinidamente el mismo nivel de empatía y movilización, sin embargo, desde el punto de vista institucional y político esto no debería considerarse como inevitable. El problema es la carencia de estructuras que institucionalicen esa solidaridad inicial para transformarla en compromiso a largo plazo, por lo que aquello que comienza como una movilización ejemplar, termina casi siempre en un proceso de desgaste y abandono.
La fatiga de la compasión explica por qué las tragedias en México reciben atención total en las primeras horas y luego se desvanecen en el olvido. El reto está en que el Estado construya mecanismos de atención continua que no dependan de lo emocional ni del ciclo mediático, sino de políticas públicas robustas, pues solamente así se puede evitar que las víctimas de desastres pasen del foco de la solidaridad, al silencio del desamparo. Es tiempo.
* Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre.
