Hay momentos en la vida en los que no basta con hablar de no pertenecer o de las expectativas que los demás depositan sobre nosotros. Esta vez quiero ir un paso más allá. Aunque podría parecer una continuación de aquella columna donde hablé de no pertenecer o de las expectativas que otros proyectan sobre nosotros, esta vez quiero ir más allá. No se trata solo de sentirse fuera de lugar, sino de algo aún más sutil y doloroso: esas veces en que nos encogemos, nos contenemos o nos silenciamos para no incomodar a quienes se imponen con exceso, a quienes necesitan brillar incluso a costa de apagar a los demás, esas personas que se creen los protagonistas con derecho a ofender o a burlarse de los demás. Esta columna es para quienes, por consideración, miedo o costumbre, se han hecho pequeños para no hacer sentir menos a quienes siempre quieren sentirse más.

Mientras algunos se esfuerzan por destacar, hacerse notar o acaparar toda la atención, hay quienes, por respeto, humildad o prudencia, se repliegan. Personas que tienen una voz potente, ideas valiosas y una esencia firme, pero que la esconden para no parecer “demasiado”, y no incomodar, para no desafiar a quienes se sienten amenazados por la autenticidad ajena.

Seguramente hemos sido testigos en las reuniones de amigos, que alguien se siente fuera de sintonía, aunque no lo externe. Las bromas le parecen vacías, las conversaciones no le comunican, y si desea participar sus palabras flotan sin destino. Observa cómo algunos acaparan la atención, actuando como si todo girara a su alrededor. Me cuestioné el por qué no hice nada al respecto, por qué no fui más empática, seguramente porque no me afectaba directamente. Hasta que otra amiga, de esas que perciben todo, notó la incomodidad. Se le acercó y le ofreció su asiento, con ese gesto me recordó que debo apoyar más, ser más consiente y estar en desacuerdo con la energía de un lugar, actuar para que mejore el ambiente en el que se supone todos los presentes nos reunimos para divertirnos y sumar.

Esa noche entendí algo profundo: no era mi amiga quien no encajaba, simplemente ese no era el entorno adecuado para ella y comprendí que hay espacios donde la autenticidad incomoda, y no es responsabilidad de uno moldearse a la manera de otros.

Y es que este tipo de situaciones, aunque parezcan insignificantes, dejan huella. Nos enseñan a callar, a ceder, a quitarnos espacio y hasta nos hacen creer que brillar sin permiso es una falta de respeto. Pero no es así. Lo que molesta no es que seas tú, sino que no necesitan que les des la razón para seguir sintiéndose importantes.

En muchas ocasiones, toleramos actitudes groseras, bromas pesadas o ambientes desgastantes solo por no desagradar, por no romper la armonía, por no quedar como la persona difícil, aburrida, triste, etc. Y sin notarlo, vamos reduciendo nuestra voz, bajando el volumen de nuestras ideas, dejando de ser lo que realmente somos para no alterar el orden de lo superficial. Y no se trata de ser arrogante ni de creerse superior, pero sí de entender que no todos los círculos son para uno, y que no hay necesidad de encogerse para caber donde simplemente no hay lugar para lo que somos.

Porque sentirse desplazado no es un fallo personal. No es una carencia ni una incapacidad social. Es, muchas veces, una señal clara de que estás en un sitio que no te valora ni te reconoce. Y ahí, más que adaptarse, toca marcharse con dignidad.

Así que no, no estás siendo demasiado. No estás exagerando. No eres complicada ni difícil de tratar. Simplemente deja de reducirte para acomodarte en zonas donde no es el espacio que mereces.

Y si eso incomoda a otros, que se adapten ellos. Tú no viniste a este mundo a acortarte para que alguien más se sienta más grande. Tu lugar en la vida debe ser completo auténtico, libre, y quien no pueda con eso, que se haga a un lado.

Porque el valor de ser tú no está en gustar a todos, sino en no perderte a ti por querer cautivar, estás aquí para ser real. Y lo real, a veces, incomoda.

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