En abril del 2010, en algún lugar de la intrincada geografía del Triángulo Dorado, el experimentado periodista y escritor, Julio Scherer, realizó una inédita entrevista al “Mayo” Zambada. En esta, el legendario narcotraficante presagiaba su epitafio: “Tengo miedo, pero si me matan o me atrapan nada cambia, ahí andan los que me sucederían. El narco está en la sociedad arraigado a la corrupción” …
Desde los albores de la humanidad, el hombre ha buscado en los alucinógenos un atajo hacia lo sagrado, lo prohibido o lo insoportable. Los hebreos o los pueblos precolombinos mascaban hojas, inhalaban hierba. No era mero placer: era un rito para huir del dolor, de la realidad o soñar con lo trascendente.
Ese impulso no ha desaparecido. Cambian las sustancias, no la pulsión. Nietzsche lo intuyó cuando habló del eterno retorno: “la humanidad vuelve una y otra vez a los mismos excesos, a las mismas búsquedas de éxtasis y evasión, como si la droga fuera un eco trágico de nuestra condición”.
Así, la historia del narcotráfico en México parece condenada al eterno retorno. Hoy es “El Mayo” Zambada, ayer fue el “Chapo” y, mañana, con seguridad, será otro nombre el que ocupe el espacio mediático. En todos los casos, el ritual es semejante: una captura pactada o aparatosa, una confesión ante la justicia estadounidense, una cifra multimillonaria convertida en titular. Ahora se habla de 15 mil millones de dólares, como si esa suma estuviera al alcance de una orden judicial, esperando ser cobrada o un cheque para ser firmado.
En realidad, esa cantidad es más un acto de contabilidad política, de música para los oídos del “American Way of Life” que es todo cifra en dinero, que un patrimonio tangible. El dinero de Zambada no existe como unidad, es un flujo que durante décadas se escurrió por las grietas del sistema financiero internacional, oculto y disperso en diferentes activos, fachadas de negocios, prestanombres, pero también evaporado y dispersado en paraísos fiscales, principados y el sistema financiero del mundo. Pretender reunirlo es una quimera, tan ilusorio como intentar atrapar el humo de una hoguera.
La cifra, sin embargo, cumple con una función simbólica: dimensiona la magnitud de un imperio criminal que, de tomarse en serio, colocaría a El Mayo como uno de los hombres más ricos de México. Pero esa comparación no es más que una ironía del destino. La fortuna de un magnate industrial está registrada en acciones y bienes identificables; la de “El Mayo” se ha diseminado en activos anónimos y cuentas inaccesibles, pulverizada hasta el punto de convertirse en un espejismo.
El precedente del “Chapo” lo demuestra. Le dictaron un decomiso de 12,600 millones de dólares; años más tarde, las autoridades apenas habían logrado arañar unas cuantas propiedades. Lo mismo ocurrirá con Zambada: el castigo económico es un mito jurídico, un número pensado para los periódicos y para envanecer la justicia norteamericana.
En este teatro de sombras, el verdadero valor de la condena no está en la quimera de los miles de millones, sino en la admisión pública de una historia criminal forjada en décadas de corrupción y sobornos. La entrega de “El Mayo” marca el final de una leyenda, pero no el final del negocio. Como él mismo advirtió a Julio Scherer.
Pero quizá la lección más dura no se mide en dólares ni en decomisos simbólicos, sino en el espejo que se coloca frente a los que vendrán. Porque ese estilo de vida, por más espectacular que parezca en corridos y series, se reduce a una rutina de sobresaltos, a noches en la clandestinidad y a la imposibilidad de gastar los montones de dinero y riqueza acumulada. ¿De qué sirve amasar fortunas imposibles si no se pueden disfrutar a la luz del día, si la recompensa final es una celda extranjera, soledad, aislamiento, malos tratos y la vejez consumida entre barrotes?
El destino de Zambada, como el del “Chapo”, envía un mensaje inequívoco a quienes hereden el mando: la cúspide del poder narco es un trono envenenado. La cárcel y la enfermedad acechan, y el imperio que tanto costó erigir se diluye como agua en la arena. Los 15 mil millones son una quimera para todos: son epitafio.
