Cuando las actividades que tengo organizadas para un día común se ven interrumpidas de manera imprevista, ya sea porque no encuentro las llaves, el auto no arranca o por cualquier otro contratiempo que seguramente ya se les ha presentado, y después del cambio de ánimo y la molestia que me invade (porque reconozco que me afecta), llega una pausa inevitable que me lleva a la reflexión.

Soy de las personas que planean su jornada paso a paso. Mido los minutos para que el tiempo no sea el factor que desordene mi agenda. La puntualidad es una de las cualidades que más valoro y aplico con disciplina, aunque sé que no siempre es posible tener el control total. Si algo no ocurre como lo había previsto, suelo interpretarlo como una señal: todo sucede por una razón, o por algo no ocurre.

Según creencias populares, se dice que cuando la vida nos detiene, es por protección. En muchos casos, esa pausa llega acompañada de un presentimiento, y para mí eso tiene mucho sentido. De forma más racional, mi padre hablaba frecuentemente de “los imponderables”: esos imprevistos que no dependen de nosotros como las decisiones ajenas, factores climáticos, accidentes, etc., y que simplemente no podemos evitar. Él siempre decía que, en la práctica, hay que ir un paso adelante y contemplar estas eventualidades que escapan a toda planificación.

Desde mi experiencia, esos momentos de interrupción forzada pueden ser la oportunidad perfecta para tomar aliento antes de continuar. Aunque en el instante parezcan desalentadores, en la calma que sigue al caos, me gusta pensar que el universo nos da un respiro. Quizá sea una forma de sincronizarnos con algo más grande. Tal vez ese cambio inesperado evita que avancemos por un rumbo que no nos corresponde.

Esas pequeñas alteraciones, por más irritantes que sean, podrían ser desvíos necesarios. Sin ellas, quizá jamás hubiéramos recorrido caminos nuevos. No se trata de simple casualidad, sino de una causalidad más compleja, donde una serie de eventos se conectan por razones que no siempre comprendemos. Esta teoría sostiene que nada ocurre al azar, y que los obstáculos, retrasos o cancelaciones forman parte de un orden mayor que, con el tiempo, revela su propósito.

Me gusta pensar que es el propio ritmo de la vida guiándonos hacia donde realmente debemos estar. Una inteligencia sutil que corrige en silencio aquello que no percibimos, que nos protege sin estruendo. Algunos lo llaman intuición, otros destinos. Yo lo vinculo con vibraciones o energías. Y aunque cada quien lo defina de manera distinta, la sensación compartida es esta: no era el momento, no era el lugar, no era el camino.

En realidad, no fue un error. Fue un acomodo que nos llevó a una versión más segura, más clara, más alineada con lo que somos. Son esas pequeñas modificaciones que no contemplábamos, las que, muchas veces, nos salvan, nos enseñan o nos calman. Y ese giro inesperado, esa pausa no prevista, es también una manera en que la vida nos pide que confiemos en el freno y nos permitamos ir más despacio.

Claro, los más escépticos dirán que todo esto no es más que coincidencia. Que el cerebro busca patrones y significados donde no los hay. Y quizás tengan razón. Pero incluso desde esa mirada, el hecho de detenernos a pensar en lo que pudo haber sido… ya transforma la experiencia.

Lo que propongo es simple: cuando las cosas no resulten como esperábamos, pensemos que puede tratarse de una especie de desaceleración necesaria, de una red invisible que, sin que lo sepamos, nos protege, nos corrige o nos redirige.

Una pausa que nos invita a reconectar, vivir el presente y darle al cuerpo y a la mente el tiempo que necesitan antes de la próxima oportunidad.

Porque no siempre es necesario entender el porqué de un retraso, a veces, basta con sentir que ese alto también es avanzar, solo que en una dirección distinta. Una más sabia. Una más nuestra.

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