“Te vamos a cambiar de adscripción, por necesidad del servicio”, “Estamos realizando una visita sanitaria extraordinaria a tu banco de sangre”, “Requerimos revisar tus ingresos por posibles conflictos de interés”. Estos, ejemplos de lo que pueden parecer trámites normales, al ser de aplicación selectiva, excesivos o con dolo, delatan que no son menos que represalias.

En el sector salud, donde la confianza, la transparencia y la integridad deberían ser pilares inquebrantables, es cada vez más común el encontrar un fenómeno alarmante: la represalia institucional. Esta ocurre cuando las propias instituciones (hospitales, autoridades sanitarias o dependencias regulatorias) usan el poder que tienen no para corregir irregularidades, sino para castigar o silenciar a quienes las denuncian.

La represalia institucional tiene una característica fundamental: se ejerce desde las estructuras formales del poder. Se vale de herramientas legítimas (auditorías, visitas sanitarias, evaluaciones del desempeño o sanciones reglamentarias) para fines ilegítimos que incluyen el silenciar, desgastar o intimidar a un profesional que ha denunciado prácticas corruptas, negligencias graves o violaciones éticas. Este camuflaje de legalidad es no menos que terrible, pues se habla de “necesidades del servicio”, “revisiones rutinarias” o “reestructuras operativas” cuando el patrón es claro: las medidas solamente se aplican a quien resulta incómodo como una forma de escarmiento y no siendo parte de una estrategia real de mejora continua.

Las consecuencias son planeadas y múltiples. En primera instancia, buscan desincentivar de manera profunda la denuncia ética, enviando un mensaje de “si alzas la voz, vas a perder”. De igual manera se normaliza el silencio institucional, aunque haya pruebas de actos que afectan la salud pública y, peor aún, se protege a los responsables verdaderos, que ahora están blindados por redes de complicidad o por el uso político de la estructura administrativa.

Los castigos, de manera frecuente, van más allá de lo técnico y aparecen formas sutiles pero efectivas de violencia simbólica, como son los rumores, daño a la reputación, exclusión de los espacios de toma de decisiones o pérdida de oportunidades académicas y laborales. El objetivo no es solamente sancionar, sino aislar, desgastar emocionalmente e incluso provocar la renuncia voluntaria, ya sea al centro de trabajo o a la causa que se defiende.

Y, a pesar de todo lo anterior, lo más grave no es el daño al individuo. Lo verdaderamente destructivo es que todas estas represalias ponen en riesgo a los pacientes y la sociedad, pues se impide la corrección de malas prácticas, la recuperación de recursos desviados y que no se reconozcan fallas estructurales. Preocupante también es que, a pesar de que existen marcos legales para proteger a los denunciantes, en la práctica estos son débiles, inoperantes o capturados por las mismas estructuras que deberían vigilar. La protección efectiva de quien denuncia no es posible, puesto que no existe una cultura institucional basada en la verdad y no en el control. En este escenario, la ética se vuelve un lujo, cuando en realidad debería ser una obligación.

En un sistema de salud verdaderamente sano, quien denuncia una irregularidad no debería de temer por su empleo ni por su prestigio, al contrario, debería ser escuchado, protegido y respaldado. La represalia institucional es una tragedia, pues es el síntoma de una enfermedad profunda: la de un poder que se ha vuelto en contra de su propósito fundamental y ya no protege a las personas, sino a sí mismo. 

Eso sí, lector, aquí no nos cansaremos de denunciar lo pertinente y aportar lo necesario.

Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre.

 

RAA

 

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