De niña me encantaba dibujar. No eran paisajes exactos, ni ilustraciones perfectas, es más, creo que tampoco eran tan bonitos, pero sí nacidos desde mi imaginación. Me gustaba crear animales, árboles, el mar, pero lo que más me fascinaba era trazar y colorear mujeres a las que yo llamaba “mis muñecas”, con ellas decoraba todos mis cuadernos, las vestía según mi estado de ánimo, les ponía moños, libros, eran de ojos grandes y pestañas enormes y algunas hasta alas tenían. También dibujaba soles y lunas, porque desde entonces sentía que eran inseparables, y muchos paisajes grises que no eran tristes, más bien melancólicos, creo que junio tiene muchos atardeceres así, por eso amo ese mes.

Una vez, una compañera del colegio me pidió que llenara una libreta entera con mis muñecas, y yo feliz. Página por página, como si cada trazo despertara algo nuevo en mí. Era juego, era gozo, pero también era un descubrimiento. Una forma de habitar el mundo. Con los años perdí la habilidad, confieso que a veces lo intento, pero ya no me salen aquellas figuras. Las recuerdo con cariño, no me da tristeza, me da ternura. Ellas acompañaron una etapa en la que todo parecía posible y el papel nunca daba miedo. Y ahora me asombra cómo algo que brotaba con naturalidad en la infancia pudo desvanecerse y dejar huella. Me enseñaron que hay instantes que parecen simples, pero marcan un antes y un después.

Como cuando uno guarda en la memoria esas pequeñas cosas que parecían pasajeras, un dibujo, una frase, un gesto; pero que, sin darnos cuenta, nos van moldeando y al mirar atrás, cobran sentido.

Creo que fue justo eso: un Día Cero. Sin que nadie me lo dijera, sin acto solemne, sin saberlo siquiera. Comenzaba algo en mí. Un ritmo, una sensibilidad, una manera de nombrar lo que experimentaba.

Me he dado cuenta de que muchos de esos momentos llegan así, disfrazados de lo cotidiano. A veces son una libreta en blanco, un “hasta mañana” que en realidad era un “hasta nunca”. Regularmente celebrarnos los finales, pero pocas veces no festejamos los comienzos. Y, sin embargo, son esos los que silenciosamente redefinen nuestro camino, ese intervalo de tiempo preciso que nos marca, abriendo puertas distintas hacia nuevas etapas.

Y es que hay algo profundamente simbólico: aquello que surge de forma espontánea y permanece para construir en nosotros versiones nuevas, que evolucionan, modificando nuestras ideas, nuestros gustos y, sobre todo, la manera en que vemos y sentimos el mundo. Nos transforman poco a poco en quienes estamos llamados a ser.

Quizá por eso pienso tanto en lo que se va y en lo que llega. En esa frase que se ha vuelto muy popular en los memes y que muchas personas repiten sin reflexionar: “Se cierra una puerta, pero se abre el universo entero”. En ese sentido, el control muchas veces no está en cómo actuamos ante las modificaciones que nos pueden alterar, pero sí en cómo las transitamos. No siempre elegimos cuándo empieza ese día, ni cómo duele lo que se va. Pero sí podemos elegir estar presentes, transitar con paciencia y descubrir que el camino que se abre también tiene su propia belleza.

Honrar el Día Cero es dar valor a esa línea invisible donde podemos reconocer que fuimos alguien distinto ayer, y que lo que viene no borra lo vivido. Es hacer una pausa mental, emocional la cual simboliza mucho el hoy. Y en la que puede a ver duelo. Porque cada comienzo implica despedirse del confort de las certezas que alguna vez nos hacían sentir seguros. Es volver a elegir, a crear, a imaginar. Quizá no como antes, quizá no con los mismos colores. Pero sí con más conciencia. Con más alma, de diferente manera que desconocíamos que lo podíamos hacer, abrazar lo que fue, agradecerlo y celebrar nuestra vida.

Tal vez por eso, esos comienzos silenciosos merecen respeto. No por lo que prometen, sino por todo lo que costó llegar hasta ahí. Por lo que se perdió en el camino. Por nuestro “yo” que tuvimos que dejar atrás para entender que los grandes cambios no siempre hacen ruido, pero cuando se enaltecen con conciencia, se vuelven gloriosos.

Aquella niña que dibujaba muñecas sin saber que, con cada línea que surgía del lápiz, ya se estaba diciendo a sí misma: vas a poder empezar muchas veces cada vez con más fuerza. Desde cero, para siempre.

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