En México, la palabra “reforma” suele venderse como sinónimo de modernización, democratización o justicia. Sin embargo, cuando se analiza con lupa la reciente propuesta de reforma a la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión, surge una duda inevitable: ¿estamos ante una auténtica regulación para mejorar el acceso a la información o ante una herramienta que podría abrirle la puerta a la censura oficialista?
Según el proyecto, se plantea que el Estado tendría mayores facultades para intervenir en los contenidos de radio, televisión e incluso plataformas digitales, bajo el argumento de garantizar “información veraz” y proteger a la ciudadanía de “contenidos dañinos”. En principio, suena noble. Pero el verdadero peligro radica en quién y cómo se definiría qué es “veraz” y qué es “dañino”.
La historia política reciente de México, y de muchos otros países, enseña que el concepto de “protección” de la información ha servido demasiadas veces como justificación para limitar la libertad de expresión. El mismo término “información veraz”, introducido ya en otras latitudes por gobiernos de corte autoritario, ha sido el caballito de batalla para suprimir críticas incómodas, fiscalizar a medios independientes y controlar narrativas a conveniencia del poder en turno.
RIESGO DE UN “MINISTERIO DE LA VERDAD” A LA MEXICANA
La propuesta en cuestión abre un resquicio preocupante para que cualquier expresión periodística, artística o ciudadana que no se alinee con la versión oficial pueda ser etiquetada como “dañina” o “falsa”. ¿Quién tendrá la última palabra? ¿Un organismo autónomo de verdad o una autoridad a modo? La experiencia con otras instituciones que debían ser “autónomas” no invita precisamente al optimismo.
Si esta reforma avanza, México podría dar un paso atrás en materia de libertades informativas, justo en un momento donde la crítica social y el escrutinio ciudadano son más necesarios que nunca. El debate público podría verse contaminado por una especie de autocensura preventiva: mejor no tocar ciertos temas, mejor no investigar demasiado a fondo, mejor no incomodar.
IMPACTO NO SE LIMITARÍA A MEDIOS TRADICIONALES
Aunque el foco parece estar en la radio y la televisión, el espectro de la reforma alcanzaría también a las redes sociales y a las plataformas digitales, donde, paradójicamente, ha florecido la crítica más independiente. No es un secreto que el actual gobierno —y otros que han gobernado— han visto con incomodidad el papel de los medios digitales como contrapeso ciudadano. Limitar el alcance de estos espacios podría convertirse en la joya de la corona de un proyecto de control informativo.
¿Y LA CIUDADANÍA?
Pocos parecen advertir que este tipo de medidas, más allá de golpear a los medios de comunicación, terminan afectando directamente al ciudadano común. Menos voces diversas implican menos opciones para informarse, menos elementos para tomar decisiones libres y, en última instancia, menos democracia. En un país con cicatrices abiertas por décadas de control mediático, no deberíamos normalizar ni por un segundo la idea de que el Estado decida qué podemos o no escuchar, leer o ver.
La pregunta que deberíamos hacernos hoy no es si queremos medios más responsables —eso es deseable siempre—, sino si estamos dispuestos a sacrificar nuestra libertad de información en nombre de una supuesta “protección” que nadie nos pidió.
En nombre de la democracia que decimos defender, deberíamos oponernos a cualquier intento, por sutil o bienintencionado que se presente, de instalar un sistema de censura velada. Porque cuando un gobierno empieza a decidir qué puede decirse y qué no, ya no es el ciudadano quien manda: es el poder quien habla solo.
