“Si no votas, después no puedes quejarte”, me dijo un amigo alguna vez cuando comenté que no pensaba salir a votar en unas elecciones. La frase, para entonces ya bastante popular, la recuerdo desde las presidenciales de 2006 (se habrá acuñado antes seguramente) como intento publicitario para promover la participación y reducir el abstencionismo.
La lógica subyacente es que votar, además de un derecho es posibilidad única de participación ciudadana, por tanto, una obligación. Así, como después de todo la nuestra es una democracia y la palabrita refiere a un gobierno del pueblo según la etimología elemental (aunque a Mafalda siempre le dio harta risa esta definición), abstenerse de ejercer el voto es insultante y comodina irresponsabilidad, dicen.
En los últimos días, los alcances y opciones de la democracia han estado a discusión. El domingo la población chilena autorizó vía plebiscito cambiar la constitución que los regía desde la dictadura de Augusto Pinochet. Más de 80 por ciento de los sufragios estuvieron en favor de sepultar el legado del militar.
Mientras, en México la Suprema Corte avaló la iniciativa presidencial de someter a consulta la posibilidad de enjuiciar a los expresidentes. Y aunque los detractores de López Obrador aprovecharon para arremeter contra el sujeto de su encono al que acusaron, entre otras cosas, de violar la Constitución, la propuesta continúa su camino para llevarse a cabo en agosto del próximo año.
Si bien ambos ejemplos tienen diferencias notables, coinciden en revisar la tradicional hegemonía legal de la Constitución e incluir una opción participativa popular para generar modificaciones a los marcos normativos y de acción política; es decir, se amplió o ampliará la oportunidad de la ciudadanía de incidir en sus circunstancias nacionales.
Aunque en el caso mexicano la consulta luce como estrategia distractora que probablemente lleve a nada respecto al objeto para la que fue concebida, repensar las alternativas de inclusión popular en decisiones de interés nacional puede ser un buen paso para dejar de permitir la enajenación de la acción política de la población al considerar que la única forma de ejercerla es en elecciones cada tres, cuatro o seis años.
Ese paso, además, puede llevar al reconocimiento de las distintas formas de expresión política que aun ahora permanecen invisibilizadas o estigmatizadas, como la severamente criticada manifestación social a través de marchas que muchas veces incluyen daño de bienes públicos. “¿Qué resuelves con eso?”, “No son las formas”, dicen quienes prefieren que los reclamos se circunscriban a las vías legales que históricamente han sido ineficaces y hasta inútiles.
“Si no votas, no te quejes”, escuché todavía en el recién concluido proceso electoral de Hidalgo, pero tal vez quien no debería quejarse es quien crea que lo único que puede hacer para hacer valer su condición de ciudadano es votar.
La opinión expresada en esta columna es responsabilidad de su autor (a) y no necesariamente representa la postura de AM Hidalgo.
