Tenía 17 años cuando llegué a mi primera clase de aeróbics, por ahí de 1999. Buenas noches, chicas, dijo la instructora mientras acomodaba sus cosas para iniciar la sesión; algunas voltearon a verme y de inmediato rectificó: perdón, buenas noches a todos, con el gesto avergonzado de quien hubiera insultado a alguien. No hay problema, respondí y empezamos menear el cuerpo.
Meses después aún recibía disculpas por la generalización en una clase en la que era el único varón. Lo mismo ocurrió cuando años después entré a mi primera sesión de spinning: ¿¡Cómo están, chicas!? Ay, perdón, e Iván. Con el tiempo la instructora se acostumbró a incluir mi nombre en todos sus llamados: chicas& e Iván. El agregado le tomaba menos de un segundo y así evitaba sentirse mal por considerarme en un grupo femenino o excluirme por completo, porque si no me nombraba no estaba, ¿o sí?
Reparar en la legitimidad de un lenguaje inclusivo, así como su defensa y promoción, parece nimia vanidad frente a la necesidad de discutir por qué una persona se avergüenza por incluir a un hombre en una generalización femenina o por qué este debería sentirse excluido y aun insultado por ello. Algunos incluso lo consideran necedad en un país donde asesinan a diez mujeres al día y las autoridades federales extendieron la austeridad republicana a organismos dedicados a la protección de mujeres vulneradas y vulnerables, así como a la erradicación de la violencia machista, recorte endurecido con la emergencia sanitaria que reclama la mayoría del presupuesto nacional (salvo el del tren y la refinería).
Sin embargo, quienes demeritan con sorna el uso de lenguaje inclusivo y llaman a atender “verdaderas prioridades”, omiten que el ejercicio de la violencia machista atraviesa distintos estadios antes de llegar a expresiones físicas. Para todas las manifestaciones existe la misma base: de regreso a los aeróbics, pensar, por ejemplo, que pude haberme sentido agraviado por no distinguirme individualmente entre un grupo mayoritariamente femenino o incluso por llamar chicas a un grupo que me incluía (por tanto, llamarme chica), implicaba la idea de que ser llamado mujer es motivo de vergüenza, ¿por qué?
Notable es también que mis instructores preferían llamar “todos” al grupo antes que incorporarme al “todas”, u optaban por la separación: chicas& e Iván. Consideraban, supongo, que omitir nombrarme era hacer como si no estuviera, una descortesía, lo menos. ¿Es lo que ocurre al generalizar en masculino?
Las reglas del lenguaje escrito es el búnker en que se guarecen y desde donde arremeten los paladines del uso de la lengua. Acusan atentados contra las formas y la belleza del idioma que, según ellos, radica en la imaginaria inmovilidad de sus normas, no en su real y constante modificación y adaptación para responder a nuestra percepción de lo existente.
Atender las consecuencias de la cultura machista no es menos prioritario que revisar sus cimientos. Preocuparse y, mejor aún, ocuparse en combatir la violencia ejercida contra mujeres y hacerlo también contra las expresiones menos visibles como las formas del lenguaje, no es labor mutuamente excluyente, por el contrario, una perspectiva amplia favorece el entendimiento de un fenómeno complejo, especialmente de sus orígenes.
Hace apenas unos meses tuve mis últimas clases de aeróbics y algunas cosas han cambiado de como eran hace 20 años. Por alguna razón parece que estoy pasado de moda por llegar con calentadores y una banda en la cabeza; también hay más hombres en clases, a veces en proporción 50-50; además, cuando la instructora o instructor llegan a gritar: ¿¡cómo están, chicas!?, rara vez alguien pide disculpas y generalmente todas las personas respondemos ¡bien!, incluso yo, aunque en realidad piense que debería seguir en cama.
La opinión expresada en esta columna es responsabilidad de su autor (a) y no necesariamente representa la postura de AM Hidalgo.
