Hace tiempo tuve una vecina que salía de casa a las 5 de la mañana y volvía después de las 8 de la noche. Los traslados diarios entre Ixtapaluca, Estado de México, y Santa Fe en la CDMX, implicaban al menos 5 horas y media. Regresaba molida y eso en un buen día; no puedo imaginar siquiera cómo le iba en los malos. La esperaban dos hijas que estudiaban secundaria y que apenas salían de la escuela dedicaban la tarde a sentarse en un jardín a platicar.

Por las noches, supongo que pasaría apenas una o dos horas despierta para cenar y estar con sus hijas antes de irse a dormir para volver a madrugar al día siguiente. Ignoro si parte de ese breve tiempo lo ocupara en hablar con sus hijas sobre la escuela o ayudarlas con la tarea.

Lo que sí sé es que en esta situación se encuentran muchos niños y jóvenes que viven en esa zona limítrofe con la capital del país y que la mayoría no recibe ayuda de sus padres respecto a sus actividades escolares. Los motivos son muchos, pues aun cuando haya preocupación e interés por colaborar en la educación de sus hijos, es común que carezcan de los conocimientos suficientes para explicar las actividades a sus hijos, situación que recrudece conforme avanza el nivel escolar.

Así, los estudiantes de la periferia se encuentran con un obstáculo que los coloca en desventaja con respecto a quienes por sus condiciones económicas y sociales tienen no solo la posibilidad de recibir apoyo constante de sus padres en su educación, sino que tal vez cuenten con un capital cultural favorable gracias a la preparación y el grado académico que hayan alcanzado estos.

Esto, sin mencionar factores múltiples y frecuentes que agravan la desigualdad para quienes habitan en las orillas de grandes urbes: falta de recursos económicos, infraestructura educativa deficiente, condiciones de violencia, inseguridad, entre otras circunstancias y carencias. Ni hablar siquiera de lo que ocurre en comunidades marginadas, pues si la periferia tendrá acaso alguna posibilidad de acceso a ciertas facilidades y ventajas, para quienes habitan en las olvidadas zonas rurales quedan muy pocas o incluso ninguna oportunidad, ya no digamos de competencia frente a estudiantes más favorecidos, sino tan solo de obtener un poco de educación de calidad.

Una de las primeras y más necesarias medidas para evitar la propagación del nuevo coronavirus fue la suspensión de clases hasta el 20 de abril. Como era de esperarse, este plazo fue ampliado y probablemente lo harán una vez más, según las condiciones a las que nos enfrentemos en las próximas semanas.

Rescatar el ciclo escolar es uno de los objetivos de la SEP. Para esto elaboró un plan de educación a distancia que permita a los estudiantes continuar el plan de estudios desde el confinamiento, estrategia cimentada principalmente en plataformas tecnológicas que exigen computadora o teléfono móvil e internet; en su defecto, televisión y radio.

En un país con la mitad de su población en condición de pobreza, exigir recursos tecnológicos para continuar un proceso educativo es un poner más vallas al ya de por sí difícil trayecto de estudiantes en precariedad. Frente a esto, autoridades optaron por llevar materiales didácticos en formatos físicos a alumnas y alumnos que no cuenten con acceso a dispositivos para continuar su instrucción.

Para estos casos, representantes gubernamentales señalan como fundamental el apoyo de los padres para sentarse con sus hijos a revisar el material, trabajar juntos y evitar el rezago de aprendizaje. ¿Qué creen que va a pasar con esto en regiones marginadas?

Al final, nos convencerán de que vivimos en una meritocracia, que los que no obtuvieron alto puntaje en exámenes de admisión a universidad son flojos y no quisieron estudiar, que merecen la pobreza por falta de disciplina y que, si se quiere, se puede.

ACLARACIÓN      
La opinión expresada en esta columna es responsabilidad de su autor (a) y no necesariamente representa la postura de AM Hidalgo.

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