La noche del 15 de mayo de 1981 llovía en Pachuca cuando una explosión provocó la muerte de cuatro mujeres y una niña en la colonia Rojo Gómez. Destruidos los cristales de puertas y ventanas de muchas casas aledañas.
Pero al ser sepultadas las víctimas, en lugar de cinco ataúdes hubo seis, ya que se afirmaba que el dueño de la casa, el contratista de terreros, Manuel Flores, también había fallecido.
Las investigaciones del Ministerio Público determinaron que Manuel Flores guardaba cajas de dinamita, donde vivía con cuatro de sus hijas y la niña que fallecieron.
Unas goteras en el cuartucho que almacenaba la dinamita, según los peritos, provocaron la ignición que se propagó a los fulminantes y a la nitroglicerina, y ocasionó el estruendo; sin embargo, las versiones de los abogados de la familia Flores eran diferentes. Negaban que hubiera cajas con explosivo, solamente unos cuantos cartuchos.
Pedro Flores, hijo del contratista, fungía como director de Gobernación en la administración del gobernador Jorge Rojo Lugo. Sus influencias fueron determinantes para evitar que su padre fuera enjuiciado por los daños y la muerte de sus descendientes.
Por ello se fingió la sexta inhumación. El sexto ataúd estaba vacío. Manuel Flores estaba a salvo en una ciudad fronteriza.
“Así surgió La inocente polvorita en mayo de 1981. Al salir a la luz pública en el diario Sol de Hidalgo, dirigido por don Fausto Marín Tamayo, relatamos algunos casos de la vida real sucedidos en Pachuca”, escribió el autor de la columna, Anselmo Estrada Alburquerque.
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Mi primera entrevista de trabajo. A manera de prueba, me pidieron sintetizar una columna de un periódico local en el menor tiempo posible pero, sin experiencia en el periodismo, apunto de salir de la universidad, alteré totalmente el sentido del artículo.
Necesitaba el empleo, era una empresa de monitoreo, no podía fallar, pensaba, cuando llegó un hombre de movimientos enérgicos, cuya mirada de piedra analizaba y desmenuzaba lo que encontraba.
De repente, sentí un escalofrío y pensé que ya no conseguiría el puesto, porque el autor de la columna que me ordenaron sintetizar y que había modificado sin darme cuenta, La inocente polvorita, estaba junto a mí. Así conocí al señor Anselmo Estrada Alburquerque.
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La redacción era desierto, el silencio entre el golpeteo constante sobre el teclado de la computadora.
Tenía que redactar un trabajo que me habían encargado con poco tiempo para entregarlo, por lo que ignoré una sensación constante sobre los hombros, insistente presencia.
Al voltear después de varios minutos, ahí estaba otra vez. Leyó los párrafos y sin transición pasó a corregirlos, quitar palabras innecesarias, detectar errores de ortografía, sintaxis, redactar de nuevo. Exigió precisión y elegancia, demandó rigor y constancia.
Entonces saqué de mi mochila el manuscrito original con un sinfín de subrayados y taches, párrafos suprimidos con rojo y azul, círculos y rayones. Me miró: ¿tú hiciste esto? Dije que sí, temeroso de recibir un regaño, pero esta vez sonrío. Así empezó la amistad, después destruyó el texto.
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El teléfono de la redacción sonó, insistente. Al contestar escuché una voz molesta que increpaba: ¿Está el reportero Víctor Valera? Soy yo, alcancé a responder, con un nudo en la garganta, que crecía como pelusas. Pues quiero decirle que lo voy a demandar porque escribe puras mentiras y me está difamando. Este, bueno, si, puedo tomar su declaración& No te espantes, leí tu nota, me gustó. Al otro lado de la línea, el señor Anselmo Estrada Alburquerque.
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Hablar con él era como correr con un deportista de alto rendimiento que yo no lograba alcanzar, por el conocimiento y memoria que poseía y cultivaba.
Me decía, Valera, escucha, no estás escuchando, solo repites, sin entender. Pon atención, lee con cuidado. No, así no, escribe: sujeto, verbo y predicado. El reportero novato que entrega su primera nota y termina en la basura. Las cosas que valen la pena, así se asimilan.
Lo recuerdo caminando sobre la plaza Independencia, mirando el Reloj Monumental, mientras señalaba edificios históricos y aportaba datos sobre sus primeros propietarios, cuando íbamos a una cocina económica atrás de la presidencia municipal de Pachuca.
Lo recuerdo en una librería de la avenida Revolución donde buscaba los manuales de estilo y redacción. O en su hogar, desempolvando amarillas hojas de periódicos viejos con notas suyas y me contaba cómo aprendió el oficio, cómo lo ejerció.
Siguió de cerca el trabajo de las nuevas generaciones de reporteros, con quienes platicaba en las redacciones donde impartía cursos de escritura. Siempre que lo veía me preguntaba por Lourdes Naranjo, Antonio Alcaraz, Marisol Flores y Miriam Avilés.
También lo recuerdo durante un reconocimiento que recibió en el Senado de la República o en la Fundación Arturo Herrera Cabañas. Lo recuerdo ahora en el cementerio de Pachuca, entre sus familiares y amigos y me cuesta trabajo convencerme que ya no estará entre nosotros y en cambio creo que en cualquier momento regresará para escribir su columna.
La última vez que lo vi, me regaló varios libros. Uno de ellos, Periodismo, Prensa, Radio, Televisión, de William L. Rivers, tiene una singular lista de “Frases gastadas que hay que evitar”: abigarrada multitud, acontecimiento espectacular, amarillo de envidia, bravo como león, brillante como la mañana, capacidad infinita, edad madura, generoso perdón, quedarse sin palabras, nudo en la garganta, opíparo banquete, vacío doloroso&
La opinión expresada en esta columna es responsabilidad de su autor (a) y no necesariamente representa la postura de AM Hidalgo.
