Ciudades desiertas, como el título de la novela de José Agustín, eran las mexicanas en 2009. En principio y como ocurrió con la mayoría de las personas, adopté las medidas de precaución recomendadas por autoridades sanitarias. Fui más cuidadoso con protocolos de higiene, evitaba sitios concurridos y permanecía pendiente de las actualizaciones en informes de salud. Estas conductas las replicaron millones de mexicanos que por mera precaución, genuina preocupación y hasta franco pavor, optaron por el encierro para librar la contingencia.
Sitios otrora públicos eran visitados por solo uno o dos entre los más audaces o despistados. Yuri Herrera dio cuenta de este vacío urbano en su Transmigración de los cuerpos. El miedo reemplazó al bullicio. La vida se replegó tras las puertas por temor al contagio. ¿De qué otra forma pudo haber sido ante la amenaza invisible?
Una variedad de influenza hasta entonces desconocida pendía sobre la fragilidad humana y, como bien lo advirtió Lovecraft, el temor a lo desconocido destaca entre todos por intenso y antiguo. La modernidad puso de su parte y propagó desinformación en forma tan virulenta que el propio A (H1N1) se consumió de envidia.
Cabe aclarar que durante la emergencia la posibilidad de aislamiento fue un lujo. Dejar de trabajar, al menos por unos días, o refugiarse del contacto humano tras la ventanilla del auto, eran opciones fuera del alcance de millones que de cualquier forma, peligro real o no, tuvieron que hacinarse cada mañana en espacios reducidos como el Metro capitalino, donde después del torniquete cualquier tipo de espacio personal se transforma en uno compartido.
Una vez que advertí esta grieta en la estrategia antiinfluenza me entregué a la despreocupación. Volví, pues, a sitios hechos para notar al otro, como salas de cine, y como por buen rato fueron poco concurridas pude imaginarme magnate en mansión.
La antesala del apocalipsis fue finalmente reacción exagerada que pagó vacaciones europeas a fabricantes de cubrebocas y gel antibacterial. Los contagios fueron relativamente menores, así como los decesos, provocados principalmente por falta de atención adecuada ante los primeros síntomas de la enfermedad que es ya sobremesa más bien rara en reuniones familiares.
Ligera reminiscencia de aquel año he percibido durante días recientes. El coronavirus de yergue sobre los hipocondriacos y la atención mediática que gusta del espectáculo (al tiempo que al Gobierno federal le viene bien un engañabobos) voltea sus lentes a la invisible amenaza de oriente.
La remota posibilidad de un mexicano contagiado atrajo el interés general. Finalmente no ocurrió tal, pero autoridades siguen pendientes del virus, aun cuando otros similares cuya popularidad se diluyó con los años, como la influenza regular, causó casi 70 muertes el año pasado en el país.
Supongo que la difusión de campañas de vacunación antiinfluenza que eviten muertes por esta enfermedad no es tan rentable como la fabricación del miedo para quien sea que pueda serle útil. La cual, por cierto, es buena pregunta.
La opinión expresada en esta columna es responsabilidad de su autor (a) y no necesariamente representa la postura de AM Hidalgo.
