Desde hace años los hechos violentos en México son macabra cotidianidad con la que hemos tenido que lidiar de una u otra forma. No obstante los cambios de timón en administraciones de los tres órdenes de gobierno, especialmente con el último relevo federal que prometió terminar con la inseguridad y las masacres en el país, la situación permanece igual, incluso ha escalado hasta la situación actual, en la prácticamente ha desaparecido la sorpresa ante el horror.

Sin embargo, las últimas semanas han puesto a prueba la sensibilidad y capacidad de asombro de los mexicanos, a pesar que vivimos en alerta perpetua por la inseguridad y la violencia. El cruento asesinato de la familia LeBarón volvió a remover el estómago de los paisanos y provocó un nuevo alud de opiniones vertidas en charlas de café y muros de redes sociales.

Sobre la reacción y efectividad de las autoridades ante hechos como el sucedido en Sonora ya he comentado previamente en este espacio y poco o nada ha cambiado, pues una vez más presidente, gobernador, alcalde y demás figuras gubernamentales hacen gala de habilidad discursiva para desentenderse de su responsabilidad y culpar a otros por las tragedias que continúan acumulándose.

Son las reacciones de las personas comunes, de ciudadanos de a pie, las que en esta ocasión me llamaron la atención, pues tal parece que las costumbres de las autoridades han permeado a la sociedad en general (¿quizá fue al revés?), por ejemplo, en su ánimo por revictimizar a los blancos de la violencia.

No es comentario poco común sobre los hechos en Sonora que es necesario investigar las actividades de la familia LeBarón a quienes señalan de todo, y no como una recomendación que amplíe el panorama de un país con problemas sociales hartos, sino como justificación para la masacre, pues en caso de hallar nimia o significativa mácula en la familia asesinada podemos decir que “se lo buscaron”.

“Es el karma”, dicen. Se refugian en el consuelo supraterreno de la existencia de un equilibrio universal, de la justicia divina e ineludible cuyo brazo alcanza tarde o temprano y que se manifiesta en la idea de que las cosas malas ocurren a las malas personas. De este modo no solo podemos estar seguros de que los delincuentes recibirán su castigo de una u otra forma sin que tengamos que intervenir, sino que, además, este pensamiento nos brinda la endeble seguridad de que los blancos de la violencia merecían lo que les sucedió.

En este pensamiento subyace también una pervertida noción de justicia que cobra sangre por sangre. Deshumanizamos a los que consideramos criminales para evitar sentir empatía y hasta celebrar los más horrorosos fines. El problema con esto es que nos permitimos la posibilidad de excluir a otros de la condición humana, de ser llamados, considerados y tratados como seres humanos, como iguales. Una vez hecho esto, existirán tantos criterios como personas en el mundo para decir quién sí y quién no es una persona y merece ser tratada como tal.

La exigencia y reclamos a las autoridades son necesarias e indispensables. Debería serlo también la exploración de la sociedad y nuestro comportamiento como integrantes de ella. Tal parece que no somos ajenos a la violencia, ni como víctimas ni como perpetradores.

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