No puedo recordar el último día que no supe de un muerto. La primera vez que estuve frente a uno fue en la esquina de Eje Central y Ángel Urraza, en la Ciudad de México. El cruce de ambos ejes viales era (creo que aún lo es) peligrosísimo por las noches. Escasos vehículos a deshoras favorecían la velocidad de los inconscientes que, amén de una noche de juerga, terminaban entre fierros retorcidos, cristales rotos y rodeados del morbo de los trasnochados. Asomé la cabeza entre la multitud, un atisbo apenas antes salir a empujones apresurado por la náusea.

En una ocasión, un compañero de trabajo que nunca antes había estado en medios me preguntó cuando nos quedamos tarde en la oficina: ¿Duermes bien por las noches? Casi siempre, después de un tiempo te acostumbras, respondí. Pasado un mes dejas de llevar la cuenta. A un año no recuerdas siquiera cuando no supiste de un muerto. A todo se acostumbra uno, menos a no comer, dice mi madre. Supongo que nos acostumbramos a la sangre. A cuerpos arrojados en terracería con ojos vendados y manos amarradas. A mirar rostros dislocados por la violencia. A la pérdida del interés y la cordura. A ser inhumanos y, no obstante, dormir bien.

La semana pasada Culiacán estuvo bajo el fuego infecto de la violencia mordaz, imparable. Madres con niños en brazos corrían por las calles. Padres asustados se apretaban el pecho para decirles a sus hijos que todo estaría bien. Disparos, rabia y rezos tras barricadas fue la ciudad durante horas. El intento de capturar a un presunto narcotraficante soltó al diablo. Horas después las autoridades permanecían en el más insultante silencio que rompieron solo para trastabillar frente a las cámaras y decir que el infierno fue desatado por casualidad, versión que después modificaron por puritito sentido común; ¿me quieren ver la cara de estúpida? (referencia directa al reconocido meme que nunca fue tan pertinente), dijo entre broma y enojo una amiga al escuchar la explicación. 

Al día siguiente todo fue producto de un operativo improvisado. Esta última, palabra con la que el secretario de la Defensa Nacional calificó al menos cuatro veces el fracasado intento de arresto para explicar que la refriega no fue a causa de un operativo improvisado, sino de una bien planeada estratagema militar que falló por precipitada ejecución. Así, la casualidad dio paso a la prematura intervención. Al final la versión oficial fue que el presidente, en digno acto de gran líder, salvó miles de vidas (probablemente así fue) al ordenar (aunque él no tomó la decisión) la liberación del sospechoso por narcotráfico. Andrés Manuel I, El Humanista, dirían los libros de Historia si por el interfecto fuera.

Días después, aún con el trago sinaloense en la garganta, la violencia volvió a ser tema, esta vez en San Luis. Integrantes de porras rivales se liaron a golpes en las gradas del Alfonso Lastras. Empujados por el pánico, miles de aficionados tuvieron que saltar a la cancha con niños en brazos y miedo en los ojos. Mientras tanto, en algún punto del enfrentamiento, un grupo de hombres golpeaba a otro que yacía moribundo a sus pies. La víctima podía apenas moverse mientras los miserables pateaban con furia el cuerpo ensangrentado, como si este no perteneciera a un ser humano como ellos, como si se les escapara entre la rabia la humanidad. La golpiza cesó hasta que algunos policías llegaron en tardío (¿o acaso oportuno?) auxilio.  

Tenemos la violencia bien instalada en casa, mientras tanto, nos entregamos a la nimia frivolidad de disputarnos la razón, de saber quién está en lo correcto y, más aun, de tener la posibilidad de señalar responsables. Tenemos la sangre hasta las rodillas y lo único que nos sale de la boca es: les dije que esto pasaría, es culpa de _____________.

No recuerdo hace cuánto no supe de un muerto. Amanecen apilados a diario en las noticias y uno pierde la cuenta. La primera vez que vi uno me retiré a empellones, pues es indigerible. Supongo que ya nos acostumbramos. Al enojo y la impotencia. Nos refugiamos en autocomplacencia para eludir la verdad que nos incomoda por las noches y que no atinamos a reconocer: que entre todos cavamos el hoyo en que estamos metidos.

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