Si seleccionamos al azar diez estudiantes de secundaria en México y les aplicamos una prueba de conocimientos matemáticos que deberían dominar de acuerdo con su escolaridad, solo uno de ellos podría resolverla con éxito. ¡Uno! Quiere decir que nueve de cada diez alumnos carecen de las aptitudes que para aprender pasan horas metidos en salones con mochilas que les encorvan la espalda por el número de útiles escolares.
Estas cifras son las que documenta el Plan Nacional para la Evaluación de los Aprendizajes (Planea) 2019, el cual señala que solo 9 por ciento de los estudiantes examinados fueron capaces de resolver los problemas con éxito.
La situación se replica cuando hablamos de la habilidad lectora de adolescentes en secundarias, pues solo un puñado de alumnos en cada plantel cuenta con la capacidad para comprender textos apropiados con su grado escolar, mientras que los demás apenas pueden con escritos sencillos. De pedirles que escriban algo medianamente coherente mejor ni hablamos.
Para repartir culpas no hay dificultad ni empacho. Los maestros dicen que es culpa de los padres porque no se interesan por la educación de sus hijos y la escuela es solo una oportunidad para descansar de ellos por unas horas. Los padres culpan a los maestros porque no les enseñan nada, llegan crudos a clases y carecen del mínimo interés por el aprendizaje de los alumnos en tanto cobren puntualmente su cheque. Ambos, asimismo, responsabilizan al gobierno, fuente primigenia de todos los problemas del mundo. Los alumnos, mientras, permanecen en el desinterés entre regaños de padres y maestros que les entran por un oído y les salen por el otro, según repiten desde ambos frentes. Todos culpan, mas nadie se hace cargo de la responsabilidad que, sí, es compartida.
Impartí clases durante algunos años a estudiantes de secundaria y preparatoria; uno de los principales problemas que noté, acaso el primordial, es que la mayoría carecía de interés por aprender. En esto hay varios factores involucrados. Desde la falta de vocación y capacitación de los profesores, desinterés en la familia por fomentar hábitos de estudio, además de un sistema educativo arcaico que no promueve el interés en la escuela.
La mayoría conocemos el sistema escolar mexicano. Vivimos sus virtudes (si las hay) y deficiencias. En lo que corresponde a los profesores las experiencias son tan variadas como el número de estos que tuvimos alguna vez enfrente, así que es aventurado hablar de una tendencia; sin embargo, no lo es señalar que todos tuvimos varios que, lo menos, fueron incompetentes en sus trabajos, ya por falta de capacitación adecuada o el más mezquino desinterés en su trabajo.
Sindicatos abusivos y un sistema permisivo ha facilitado que maestros irresponsables y flojos estén frente a un grupo de alumnos sin el mínimo interés en educar de la mejor manera o al menos con lo mejor que puedan ofrecer.
Por otra parte, las autoridades poco han hecho por cambiar las circunstancias de las escuelas en el país. Los vicios son hartos, entre ellos otorgar cargos directivos a quienes carecen de la preparación mínima para los puestos. La tradición corrupta, nepotista y clientelar de este país impide cambios en este rubro.
La desigualdad y marginación son también un problema que los gobiernos parecen desinteresados en eliminar. Existen brechas gigantescas entre la calidad educativa de las zonas más favorecidas en comparación con aquellas que han permanecido en el más absoluto abandono desde años, acaso siglos atrás.
Estas diferencias son palpables especialmente con los exámenes de admisión para instituciones de educación superior y media superior. “Echarle ganas” es insuficiente para quien vive en zonas sin bibliotecas, con escuelas sin pupitres ni instalaciones sanitarias y con planteles tan retirados que los obligan a recorren largas distancias para llegar. Aunado a que estudiantes en esas comunidades muchas veces tienen que ocupar su tiempo libre en contribuir al sustento familiar.
Por otra parte, el seno familiar carga también con parte del fracaso educativo mexicano. En el hogar pocas veces se fomenta la lectura como actividad frecuente y hasta divertida. Incluso cualquier otra acción que requiera un esfuerzo mental suele ser evitada por padres y otros parientes. Por supuesto, el capital cultural generalmente es inexistente. Los libros en las casas suelen ser escasos. Las actividades culturales, nulas.
Aunque no lo parezca, lo anterior no es lo peor, pues muchas veces los padres carecen por completo de interés en las actividades de la escuela de sus hijos. Algunos a duras penas los llevan a los planteles, mucho menos los ayudan con sus tareas o les preguntan cómo les fue. Si llegan con malas calificaciones asumen que esa es la capacidad de su hija o hijo, que el maestro está en su contra o, en más casos de los que quisiéramos pensar, ni les importa.
Solo un estudiante de cada diez está capacitado para solucionar problemas para los que la escuela debe prepararlos. ¡Uno! Achacar esta situación a un solo factor como el estudiante, los padres, los maestros o el gobierno, es tan cómodo como irresponsable, pues todos los anteriores han contribuido en gran manera a la situación en que se encuentra la educación y hasta que cada quien no se ocupe de lo que le corresponde a la vez que exige a los otros cumplir con sus obligaciones esto no va a mejorar.
