Cuando era niño salía de la primaria y caminaba hasta la estación Chilpancingo donde tomaba el convoy, trasladaba en Centro Médico y salía del Metro en División del Norte, finalmente, tomaba un microbús para llegar a casa. Por años me vanaglorié de saber andar en Metro sin compañía desde que tenía ocho, aunque años después mi padre confesó que durante mucho tiempo me seguía sin que lo notara desde que salía de la escuela hasta que atravesaba la puerta de mi casa.
No obstante ese sistema de seguridad encubierta (que agradezco infinitamente), aprendí a viajar en Metro y desde entonces lo disfruto, aun con las incomodidades y defectos propios del transporte público en la capital del país, algunos bastante serios.
Los vagones anaranjados han sido cotidianidad para mí y millones de capitalinos y las historias menudean. El Metro, por ejemplo, es referente importante para la relación con mi padre, quien era el encargado de ir por mí a la escuela, ya en la forma presencial o a distancia. Recuerdo particularmente la época de los “abonos”, boletos plásticos reutilizables con vigencia de un mes que ambos portábamos y reiteradamente me recordaba la importancia de no perderlo.
Esa recomendación debí atenderla años después, cuando gracias a mi naturaleza torpe y distraída eché al torniquete un boleto en el que previamente anoté el número telefónico de una agradable chica que conocí en un cine y que por supuesto jamás volví a ver.
El Metro me ha parecido siempre la caracterización subterránea de la ciudad y sus habitantes, todos concentrados en espacios reducidos y con el ánimo correspondiente según la hora del día. Por las mañanas, las lociones y el olor de un baño reciente acaparan el ambiente. El frío matinal es combatido con los metros bajo tierra y la reducción de los espacios personales. Nada mejor que el calor humano para enfrentar las temperaturas invernales.
Sin embargo, este tibio y perfumado ambiente merma y desaparece durante el transcurso del día. Para las siete de la noche, hora en que la mayoría de los trabajadores terminan su jornada laboral y vuelven a casa con las horas a cuestas, preocupación en los ojos y agotamiento en los pies. El aroma lavanda del jabón y la sábila del shampoo son más bien residuos imperceptibles que se extravían entre el calor de la tarde y las horas de trabajo duro acumuladas en los pliegues de la ropa. Por supuesto, el Metro, siempre dispuesto a colaborar con la dificultad de los días, contribuye con largas pausas entre estaciones y con ventiladores apagados que favorecen el cultivo de la agria tesitura que anuncia el fin de la jornada.
Entre otras razones, el Metro me gusta porque es un espacio que, desde que recuerdo, ha sido escenario de artistas callejeros de todo tipo que ofrecen su talento a cambio de una moneda que no afecte el bolsillo, lo que uno guste cooperar, o ya de menos una sonrisa que pruebe que no son invisibles miembros de una sociedad ensimismada.
Los cantantes solistas eran, cuando niño, la presentación más recurrente en los vagones. 8 de cada 10 intérpretes cantaban Historia de un Minuto que, hasta la fecha, no puedo escuchar sin recordar el tu ru rú de las puertas al cerrar.
Los performance han tenido que adaptarse a las tendencias actuales y al refinado gusto de un público que, además de exigente, ofrece resistencias varias como audífonos, sueño o fastidio; empresa complicada para los artistas del vagón que, no obstante, realizan sus rutinas de hip hop, magia de cerca, comedia stand up o hasta parkour entre estación y estación. Para los más sibaritas también hay música clásica, cuenta cuentos, cronistas orales y en un par de ocasiones me encontré a un hombre que recitaba pasajes de El Quijote con calidad actoral notable.
El Metro cumplió ayer 50 años entre deficiencias, hacinamiento y problemas varios que no parece que vayan a mejorar pronto. Pero todos estos son también reflejo de una capital convulsionada por la sobrepoblación que ya no sabe qué hacer con tanta gente. Mientras tanto, entre los 120 mejores temas para la fiesta, cargadores para celular y pomadas milagrosas con marihuana, otrora paletones, chicles y cortaúñas, siguen viajando millones de capitalinos a diario.
