Desde que era niño mi madre me dijo que su plan era llamarme Pavel. No me gustó el nombre, especialmente porque después la única persona que conocía con tal era un jugador del América que me caía mal.
Evidentemente el futbol no era el origen del interés de mi madre en el nombre, aunque nunca me pregunté por qué razón lo tenía en mente. Finalmente mis hermanas cargaron con la responsabilidad de nombrarme; supongo que en realidad más bien insistieron en hacerlo y mis padres cedieron ante sus deseos.
Hace quizá un par de años tomé de la biblioteca de mis padres un libro de Máximo Gorki, posiblemente por el que es más conocido, o al menos el que más he escuchado nombrar: La Madre. La historia habla de Pelagia Nílovna, una mujer rusa en la antesala de la revolución que se hace cargo de su joven y activista hijo de nombre Pavel.
Hasta ese momento caí en cuenta, pues en varias ocasiones previas, una vez que mi madre advirtió mi interés por la lectura, insistía en recomendarme la obra de Gorki. Me decía que la leyó cuando era joven y le había encantado. Pude entender por qué, fue un libro que disfruté mucho.
Pocas cosas, si no es que ninguna, me hallé en común con el ficticio Pavel y agradecí que no me pusiera de esa forma; me habría quedado corto en las expectativas del nombre. Desde la adolescencia el personaje muestra gran interés, pasión y talento por aquello que lo mueve: la revolución. En cambio, a los 17, su servidor tenía apenas el entusiasmo indispensable para buscar el control remoto de la televisión. Menudo chasco.
Sin embargo, por otra parte, la representación rusa de la madre guardaba algunas semejanzas con la mujer que me crio. Especialmente su ética laboral, su capacidad para hacerse cargo de la administración familiar y el incondicional amor que prodigaba al joven a su resguardo.
La maternidad en México es cosa peculiar, con vicios y virtudes (unos más que otros) y uno lo aprende desde pequeño. La figura es intocable, como aún lo es la madre cultural y religiosa de la nación entera, aunque esta ha perdido seguidores en las últimas décadas. No obstante, el perfil cultural permanece y motiva representaciones varias. Pienso por ejemplo en Coco, la exitosa (y a mi parecer decepcionante) película de Pixar, en la que aparece uno de los retratos más comunes de la madre mexicana: con chancla en mano, tal como suele encontrarse en memes de redes sociales.
Apenas tengo recuerdos de mi madre con la sandalia en una mano y en la otra las ganas de no haber tenido nunca un hijo (al menos no uno como yo). Aunque sí tengo memorias varias que pueden encajar en el arquetipo de la mamá mexicana y sus conductas populares.
La recuerdo bien cuando en una ocasión me sacó de las orejas de las maquinitas que estaban en la esquina de la casa y a las que era un cliente frecuente, porque había tardado demasiado en llevar las tortillas y el jitomate que me encargó del mercado un par de horas antes.
Aunque recuerdo también que tal cosa sucedió solo una vez y después se rindió ante su carácter comprensivo y gentil, además de su inteligencia práctica, para elaborar una solución que ofrecía ganancia bipartita: a partir de ese momento decidió recorrer los horarios de sus encargos para que yo llegara con el mandado a tiempo luego de gastar uno o dos pesos, en aquel tiempo las fichas costaban 40 centavos, en mi favorita diversión infantil. Oye, ¿y tú mamá no te regaña por llegar tarde con el mandado?, me preguntaron mis amigos más de una vez. No, respondía. Y me miraban como si tuviera la mejor suerte del mundo. Tenían razón.
Más tarde, cuando recién cumplí 18 años, ocurrió lo mismo con amigos de la preparatoria, quienes difícilmente creyeron cuando les dije que la respuesta de mi madre ante la primera resaca de su hijo fueron unos chilaquiles y la orden de tomar una siesta; y aunque por la tarde me puso una regañiza de aquellas, aún tenía el semblante de satisfacción por la salsa verde y el sueño reparador.
Al escarbar en mi memoria, hay dos escenas particularmente fijadas, aunque con los colores algo difusos por el tiempo. La primera es cuando acompañaba a mi madre al trabajo y ella a mí a la escuela que, por fortuna para ambos, fue el mismo sitio durante un par de años, pues trabajaba en una guardería del Seguro Social.
En el camino, conmigo brincoteando en la banqueta tomado siempre de su mano, ella me enseñaba los colores. ¿De qué color es ese coche?, preguntaba. Amarillo, seguido de un salto. ¿Y ese? Azul. Salto. ¿Ese otro? Negro. Salto. De su mano siempre.
La otra ocurrió en septiembre de 1985. Estaba arrodillado a mitad de la sala, jugando; ella, sentada frente a mí en el sillón. En algún momento las canicas con las que jugaba comenzaron a rodar por su cuenta, oscilando. Al entender lo que ocurría me llamó a sus brazos, me incorporé y a trompicones por el tambaleo llegué hasta ellos, me entrelazaron con fuerza y no me soltaron hasta que terminó la sacudida que derrumbó una ciudad.
LA DEL ESTRIBO
En uno de los días más celebrados en México debe ser indispensable repensar el rol de madre dentro de la sociedad. Las razones abundan: mayor libertad de decisión y respeto para quienes deciden serlo, como para quienes no. Abolición de la división social del trabajo con base en el género. Reivindicación del trabajo materno como actividad fundamental para el desarrollo social. Empoderamiento económico de las madres y erradicación de la violencia intrafamiliar, entre muchos otros.
Dejarlo todo en flores, abrazos, cenas y recuerdos, nos ha dejado con una deuda enorme a cuestas que es necesario saldar.
