Sales de tu casa a las cinco de la mañana con el dinero repartido en las bolsas y acaso la bendición de un ser querido como único resguardo. Algunas personas tendrán otras formas de prevención y protección antes de salir a sus correspondientes jornadas: celulares señuelo, carteras encubiertas, gas pimienta e incluso armas.
Los trayectos diarios suman estrés al ya acumulado por los problemas diarios. Los dedos te duelen de apretar tus pertenencias a tu pecho y el cuello se cansa de girarlo impulsado por la paranoia de la incertidumbre, de no saber si el tuyo es el transporte que robarán hoy. Si eres tú la persona que aparecerá más tarde en las noticias describiendo la experiencia de ser asaltada una, dos, tal vez más veces, ya ni llevas la cuenta. Rezas por no aparecer en televisión con el rostro difuminado, sin voz, sin vida. El miedo como cotidianidad.
La percepción general entre la ciudadanía es de una escalada imbatible de la inseguridad. La violencia escapó de los nichos en los que la creíamos contenida, de los escenarios en los que la pensábamos natural: calles oscuras, barrios pobres, parajes alejados y solitarios, zonas controladas por el narcotráfico, aquellos que nos eran ajenos. Esas cosas no le pasan a la gente buena, no me pasan a mí.
Esta semana asesinaron a Aideé, estudiante del CCH Oriente, en su clase de matemáticas. Rodeada de alumnos y con el profesor en el aula. Podría tratar de imaginar alguna circunstancia en la que cualquiera pudiera sentirse más seguro que esa, podría, tal vez sin lograrlo. No obstante, ahí murió. Se dobló sobre un costado por la herida y dejó de existir en su clase de matemáticas.
La violencia que creíamos distante de pronto nos azota en la cara y pensamos que la situación está peor que nunca. Para quienes vivíamos en zonas geográficas, sociales, políticas y económicas de privilegio así nos lo parece, pues apenas conocimos al miedo como convivencia.
El problema de tener al miedo como compañero es que uno aprende a vivir con él; se acostumbra y deshumaniza. El mecanismo natural de defensa ante las amenazas comienza a señalar a todos como el enemigo y ante el peligro decidimos defendernos. En un país donde cada quien se rasca con sus uñas y con instituciones desacreditadas (y con razón) optamos por combatir la violencia con más violencia.
Asesinamos ladrones en el transporte público, en las calles, en nuestras casas. Ante la mínima sospecha la turba acude al linchamiento, a golpear hasta saciar la impotencia que lo consume, hasta paliar el miedo que tenemos dentro.
Sin embargo, por otro lado, aparece una respuesta distinta, que no parte ya de la noción de que en este mundo solo nos tenemos a nosotros mismos, sino que tiene su origen en el reconocimiento de que no estamos solos, de que somos comunidad.
Poco después del asesinato de Aideé, estudiantes reclamaron justicia a quienes por años han decidido ignorarlos. Juntan sus voces y las alzan hasta que se imposible no escuchar. La comunidad estudiantil, que se asume como tal, busca formas para detener la violencia desde la unión.
Comprender que somos comunidad es necesario no solo para enfrentar peligros, pues estos surgen de nuestras propias entrañas. Asumirnos como sociedad implica también reconocer que los mecanismos que originan la violencia surgen desde nosotros, como conjunto y es así como corresponde solucionarlos.
En México tenemos una incipiente cultura de la sociedad civil, del compromiso de hacernos cargo de nuestra propia circunstancia y de responsabilizarnos por ella. Si decimos que las cosas están peor que nunca, ¿qué haremos al respecto? El miedo suele ser el peor consejero.
