Es viernes y estoy sentado en una mesa aún sin decidir lo que voy a pedir. El mesero ya vino a preguntar si será servicio para uno, van a ser dos, le digo y hace un gesto que no pude identificar (siempre vengo solo).

El nerviosismo es gratuito pues hasta el momento todo ha sido perfecto. Nunca antes había salido tan bien, con tantas cosas en común y tanto tiempo de conocernos, por así decirlo. 

Todo comenzó cuando Facebook abrió su opción para encontrar pareja, aunque para ser justos Tinder y algunas otras aplicaciones estaban bastante más adelantadas pero me mantuve reticente. Ahora culpo a mi consistente pulsión por abrir cada 20 segundos esa maldita aplicación, una cosa llevó a la otra y aquí estoy con la camisa manchada por el sudor mientras juego con el menú sin leer nada. 

En aquel entonces el proceso consistía básicamente en un filtro. Uno que prometía desaparecer la incomodidad del contacto inicial, caldo de cultivo para mi torpeza natural: no más manos temblorosas, silencios incómodos ni palabras atropelladas; sin mencionar los chistes sin gracia, desesperado e inútil recurso para agradar. 

Entonces, para ahorrar el incómodo y generalmente vergonzoso (cada quien habla como le va en la feria) proceso de entablar conversación con un desconocido, la red social implementó un servicio a la carta. 

Como en cualquier servicio de contenido streaming (de entrada, ocurrió que pasaba horas deslizando las opciones porque desde un principio desconocía lo que quería, seleccionaba nada y terminaba solo en casa con un bote de Pringles y una película de Jackie Chan) ofrecía un menú de posibilidades acompañadas de una breve reseña introductoria: 

“Odontóloga. Amante de los gatos y las películas de Sandra Bullock” Siguiente “Me gusta bailar, odio el calor y la piña en los tacos” Me interesa.

Agregaba, además, un espacio de calificación con base en cinco estrellas y otro más de comentarios. 

“Excelente experiencia, nunca me había reído tanto con Miss Simpatía. Superrecomendada para un domingo sin nada que hacer”.

Esto último fue mi principal obstáculo pues todavía no puedo superar las dos estrellas de calificación por ninguna de mis relaciones virtuales y nadie quiere intentarlo con un “dos estrellas”, es como querer ver una película de acción con Colin Farrell, aunque en gustos se rompen géneros, me repito con entusiasmo. 

Una simpática y amable chica oaxaqueña me puso tres estrellas una ocasión, aunque sospecho que fue porque el día de nuestra videollamada estaba muy ebria y apenas recordaba que habló conmigo.  

Afortunadamente ahora eso ya no importa pues con todo y mis dos estrellas (presumo un problema de autoestima) el algoritmo de Facebook me colocó en la ventana de la persona que ahora espero: “¿Te gustó ___?, entonces tal vez te agrade _____”.

Sigo esperando y pienso que no tengo nada de qué preocuparme pues la tecnología ha respaldado en cada paso. Ahora ya sé de qué platicar, lo hemos hecho tantas veces que conocemos bien nuestro ritmo de charla sin tener que sondear en el ingenio en busca de temas de interés. 

El riesgo legítimo por haber sido embaucado por el perfil falso de un hombre de mediana edad también ha sido descartado pues ya también nos videollamamos innumerables veces.
 
Incluso hemos ido de fiesta juntos, si consideramos como tal embriagarnos al mismo tiempo, sentados en barras de bares cercanos a nuestras casas mientras conversamos en la pantalla. Prácticamente hemos cubierto todas las posibilidades de interacción humana, salvo el contacto físico. ¿Entonces por qué el pinche temblor?

Mi principal temor es el sudor. Hace calor, llegué a pie y en algún lugar leí que el sudor por nerviosismo tiene un olor más penetrante que el segregado como método refrigerante. Y es que ese es el problema: el olor, pues, como ya dije, hasta ahora todo ha sido perfecto, pero ¿cómo carajos puede uno disimular el agrio hedor de seis cuadras a las 3 de la tarde y el estrés que causa la expectativa de un encuentro fallido que eche a perder la vida que planeamos para los próximos 50 años en la comodidad de nuestros teléfonos?

Al final no pude con la desesperación de arruinar mi relación de pareja con la interacción tradicional y decidí hacerlo como lo hacemos ahora: por mensajería instantánea. Argumenté miedo al compromiso, lugar y tiempo equivocados y no volvimos a escribirnos.

Ahora estoy de vuelta en cama, con el bote de Pringles y una película de Jackie Chan con la esperanza de que desarrollen una aplicación que ofrezca la sustitución completa de cualquier tipo de contacto humano para entablar una relación duradera con el amor de mi vida.

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