De acuerdo con la aplicación Moovit, en la Ciudad de México una persona gasta aproximadamente 88 minutos en ir y regresar del trabajo a diario. Tres de cada diez pasan más de dos horas todos los días en el transporte. 

Para quienes viven en las inmediaciones de la metrópoli, en estados vecinos, el tiempo se duplica, hay personas que pasan hasta seis horas diarias en transporte, ¡seis! En una semana habrán pasado más de un día en el tránsito, el metro, un camión, la combi o en todos.

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El despertador suena temprano. Arañaste los minutos al programar y aun así sientes la pesadez del sueño incompleto. Como puedes sales de las cobijas y a trompicones entras a la regadera si es que no te bañaste anoche porque te venció el cansancio. Luego de tres minutos ya no quieres salir, pero lo haces porque se te hace tarde y ya tienes dos retardos.

la comida está en el refri en el toper azul 
que tu hermana se lave los dientes 
las amo

Dejas la nota sobre la mesa y esperas que tus hijas se despierten, bañen, desayunen y vayan a la escuela, solas, porque no las verás hasta que vuelvas y para entonces llevarán ya una hora durmiendo. 

Agarras las llaves y corres a la parada. Tomas la primera combi: diez pesos para que te lleve a las “directas” tres cuadras adelante. Hay fila y esperas mientras frotas tus manos frente a la boca para sentir el aliento. Subes y piensas en los camiones con gallinas hacinadas que veías pasar en tu infancia. Son 17.50. Aprovechas el calor, el olor a champú y perfume para dormir toda la hora en lo que llegas al metro.

Ayer olvidaste recargar tu tarjeta y la fila es de al menos 20 metros de largo. Un hombre ofrece boletos a siete pesos; mejor esperas porque de otra forma desacompletas el pasaje de regreso y faltan tres días para la quincena.

Abren las puertas y cedes ante la desesperación y los empujones. Terminas a la mitad, donde no alcanzas el tubo, pero no importa porque otra vez estás en el camión de gallinas sin espacio para caerse. 

Llegas a la terminal entre miradas cansadas y recuerdas que son las 7:30 del martes, pero te alegra estar en tiempo para el último tramo al trabajo: media hora de camino en microbús.

El regreso tiene un aire distinto, son los mismos transportes con los mismos cuerpos hacinados, pero con otros rostros. Las miradas distintas, indiferentes, agotadas. Los pies entumidos por ocho horas de jornada. El ánimo cansado por lidiar con tus jefes, con los clientes y con el imbécil que te acosó en el puente.

A las 9 de la noche ya no hay champú ni perfume y el ventilador del vagón no sirve (¡oh, sorpresa!) Las escaleras eléctricas estuvieron descompuestas y hubo retraso en los trenes.

Llueve cuando llegas a la terminal y no tienes paraguas porque ayer lo cargaste y hubo 32 grados sin nubes. La Urvan es lenta por los charcos sobre la carretera y esperas que esta noche no asalten la camioneta porque antier te quitaron el celular, hoy no tienes dinero y hace un mes le dispararon a uno por no traer nada.

Al final, llegas casa luego de tres horas de trayecto. Caminas un par de calles y subes las escaleras. Abres la casa y te espera el perro. Tus hijas, dormidas, esperan verte el próximo fin de semana porque mañana vuelves a salir de madrugada antes que despierten. 

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Esta es la historia de una mujer que viaja a diario de Ixtapaluca, Estado de México, a Santa Fe, en la capital del país.

LA DEL ESTRIBO

Pensemos en alguna comunidad indígena de las que aún subsisten en territorio mexicano. De esas lejanas, apartadas de centros urbanos, con caminos estrechos de tierra, viviendas diminutas construidas con materiales endebles, sin luz ni agua, sin escuelas ni médicos. De las que desaparecen con la inundación, las que mueren con las sequías, las que desplazan las empresas, las que se las lleva la chingada.

¿Qué harían ahí con las disculpas de Enrique VI?

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