Salía de trabajar alrededor de la una de la mañana. Hace diez años Pachuca era una ciudad muy tranquila, así que caminaba casi una hora para llegar a casa. A veces me encontraba gente que paseaba a su perro o me topaba con alguna chica que, al ver que me aproximaba, se cambiaba de banqueta, “exagerada”, pensaba, y continuaba mi camino.

 

Una amiga llegó un día a la oficina con lágrimas en los ojos; “son de coraje”, dijo, y contó que un tipo la manoseó en la calle cuando volvía al trabajo después de comer. Mientras lo hacía, podía notar que toda ella se tensaba. No entendí tanto coraje.

 

Quedé de verme con una mujer en un café. Era nuestra primera cita y me sorprendió que llegara muy molesta y pasara los primeros diez minutos sin decir palabra. Cuando al fin lo hizo me explicó que un tipo la manoseó mientras esperaba el autobús, dijo que lo golpeó e hizo un escándalo, pero el hombre se subió a un camión y gritó mientras se alejaba: “¡Vieja loca!”

 

Pasó un rato hablando de eso pero no pudo explicarme cómo se sentía. Solo pensé que estaba enojada y que tuvo alguna satisfacción tras golpear al imbécil. Intenté hacerla sentir mejor y agradeció el gesto pero prefirió cambiar el tema. Comprendió, supongo, que sus esfuerzos por hacerme entender eran en vano y amablemente preguntó cómo estaba yo. Una vez más: no entendí tanto coraje.

 

Años después aprendí algo de feminismo (o lo intenté). Al menos de soslayo comprendí la sistematización de prácticas sociales basadas en el género y sus consecuencias para las mujeres. Sin embargo, lo que sí me quedó claro fueron un par de cosas.

 

La primera es que existen distintos tipos de feminismo y feministas. Pueden estar sustentados en teorías diversas y, desde cada una, enfatizar o atacar un problema o problemas específicos. No obstante, las distinciones no derivan en división, al contrario, son más bien complementarias.

 

La segunda es que no entiendo y seguramente no lo haré jamás. No me refiero al feminismo, sus bases teóricas o las estructuras de opresión que padecen las mujeres y sobre lo que se sustentan, conocimiento que bien puede ser aprehendido con un poco de voluntad.

 

Comprendí que no entenderé aquello que les costó mucho explicarme y que está fuera de mi alcance porque soy ajeno a su experiencia. Nadie me ha acosado en la calle. No despierto en las mañanas pensando cuidadosamente qué vestir para no provocar reacciones incómodas. No pienso en cuál será el mejor método de seguridad en caso de agresión en prácticamente cualquier lugar. Tampoco me cambio de banqueta si una persona cualquiera lo hace también en dirección contraria. No salgo de casa con el temor de no volver.

 

Aquello que sienten todos los días, en la calle, escuelas, transporte público, oficinas y en sus propias casas no es algo que pueda entender tal y como ellas lo hacen. No tengo idea de si mi condición de hombre me excluye en automático de la posibilidad de participar en la agenda feminista, me gustaría pensar que no, principalmente porque la diversidad de feministas amplía la oportunidad de incluir voces diversas que enriquezcan el diálogo y la exigencia.

 

En jornadas como las que se llevarán a cabo mañana en el Día Internacional de la Mujer, habrá quienes rechacen de tajo la participación masculina en sus reclamos. Comprendo que tiene una razón de ser y es aquello que no entiendo, que no conozco.

 

La tarea, pues, para quienes hablamos del privilegio (de género en este caso), es revisar nuestra posición y hacer lo necesario para cambiarla. Para que nadie deba sentarse frente a otro con los ojos llenos de dolor y coraje sin saber cómo explicarle que el mundo las está matando.

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