Tiene flores en los hombros, rojas, azules y amarillas; trenzas que cuelgan por su espalda en vaivén que provoca la masa entre sus manos. “Dame otros dos de escamoles”, se escucha desde una esquina; muy pronto, ella tiene listas las tortillas. 
 

La joven atiende a visitantes, “¿de qué va a querer?”, pregunta, mientras el hombre a su lado no para de gritar: “¡hay coyote, conejo y zorra!”. 

Curiosos se arremolinan alrededor, frente a las cazuelas. Unas repletas, las otras calientes, aquellas envueltas, todas rebozantes de olor y sabor. Se vacían pronto, la demanda les exige y ellas responden con chinicuiles, tlacuache, chicharra, chapulín, flor de calabaza, quelites y otras tantas maravillas para el gusto que desbordan por los extremos del taco que sostiene firme un hambriento. 
 

La imagen, se repite. Puesto tras puesto, mesa tras mesa, joven tras joven, olla tras olla, inacabable festín que alegra y satisface, es la Feria Gastronómica de Santiago de Anaya. 
 

El calor es inclemente; anafres, lonas gruesas y una mar de gente lo entusiasman. Para refrescar: agua de xoconostle y jamaica se ofrece a los sedientos.

En apego a la tradición, menudean también los pulques. Curados reposan en sus vasijas, mazapán, mango, apio, mamey, cacahuate y más. Un hombre con sombrero sonríe y te dice que “una pruebita ni compromete ni apendeja”. Frente a la amabilidad y el sabor, te rindes, pides medio litro de curado de guayaba. 
 

Continuas el recorrido. Avanzas y pides uno de chicharra. Allá uno de codorniz. Acá uno de conejo. Te animas a un caldito de víbora, aun con el calor. Sudas, te enchilas, terminas y pides otro pulquito, “pa que resbale”.
 

Ya no puedes comer más, aunque lo deseas. Mejor esperas. No retas al cuerpo, te pide reposo. Aprovechas para visitar el área de artesanías, color y textura reemplazan los olores y el sabor. 

Encuentras materiales varios, madera, tela, piedras y papel que forman bolsas, muñecos, blusas, sombreros y hasta resorteras.
 

Compras algo y te retiras, continúas. Vuelves a las cazuelas y los platos, ya solo para mirar, para sorprenderte, para desear que pudieses comer más, pero ya ha sido suficiente. “Aunque siempre hay lugar para el postre”, piensas. Pides una nieve. Tenías razón. 
 

Al final, con solo camino al frente, vuelves a casa sin notar que sonríes, que un dejo de sabores permanece en tu garganta y en tus labios, que la comida y tradición de la cocina de Hidalgo, una vez más, te han hecho feliz.

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