Santiago Nieto tenía buena fama a pesar de ser el ejecutor de múltiples congelamientos de cuentas, tanto de empresarios y funcionarios como de organizaciones criminales. Se hizo pública su integridad cuando no quiso tapar la corrupción entre Odebrecht y Pemex. El entonces presidente Enrique Peña Nieto no quería que hiciera ruido y lo echaron de su puesto como fiscal especial para delitos electorales de la FEPADE porque había descubierto sobornos de millones de dólares.
Durante tres años sirvió con lealtad al presidente López Obrador en la Unidad de Inteligencia Financiera, la entidad más temida por políticos, empresarios y líderes sindicales. Al congelar recursos de gente poderosa como nunca antes se había hecho, lo colocaba como héroe pero también como blanco de furia y odio. A pesar de tener en sus manos expedientes y cuentas con las que podría lucrar cualquier funcionario corrupto, nunca hubo un escándalo referido a su desempeño.
Después del ruido por sus nupcias en Guatemala, el Presidente acusa de “extravagancias” la boda. Es un juicio sumario. Casarse y tener un festejo de 300 invitados no está mal. Todos los fines de semana en el país hay cientos de bodas de todos colores, sabores y precios. Si Santiago quiso celebrar su amor con Carla y compartir alegría y festejos con sus amigos, no vemos falta de probidad ni de mesura si sus ingresos y ahorros le dan para hacerlo.
Cuando escuchamos que la celebración sería en Antigua, Guatemala, y que esa ubicación era para no atraer ataques del crimen organizado, pensamos que eso si era un escándalo. Que el Estado mexicano no pueda proteger a uno de sus funcionarios con más riesgos es absurdo.
En las leyes sobre el comportamiento de los funcionarios públicos no hay ninguna que impida casarse fuera del país o invitar a quien sea. El tema es más profundo de lo que se ha comentado en la mañanera. La moral privada nunca debe ser dictada por la autoridad aunque sea el mismísimo presidente de la República quien lo ordene. Las únicas medidas justas para un funcionario son: si se apega a las leyes, la honestidad y eficacia de su mandato.
La moral republicana no impide la alegría, ni el criterio de gasto personal o las aficiones privadas. Mientras el funcionario sea íntegro, lo demás es asunto de su intimidad. Orientación sexual, género, creencia religiosa e incluso ideología, no pueden ser juzgadas como medida de cumplimiento. No sólo en el ámbito del Gobierno sino también en las organizaciones privadas.
Nos puede caer bien o mal el aspecto, las formas y las costumbres de cualquier colega, ya sea jefe o subordinado, pero nunca es bueno juzgar a otros por sus “extravagancias”. Lo que es fastuoso para alguien es simple felicidad de compartir para otro. Lo que es una celebración inmoral para un conservador, es algo normal y gozoso para un liberal.
En resumidas cuentas, ya pasaron muchos siglos desde que había un gobierno inquisitorial que determinaba cuál era la conducta moral o inmoral de las personas.
Si el benemérito Juárez dijo que los funcionarios públicos deberían vivir en la honrada medianía, no tiene relevancia en el Siglo XXI. Que vivan como quieran si es con el fruto de su trabajo; que vivan como mejor les parezca mientras cumplan con su mandato legal y no rompan las leyes de la República.
