Desde 1991 la fotógrafa alemana Herlinde Koelbl retrata a Angela Merkel. Salvo un breve paréntesis, se ha encontrado con ella una vez al año para fotografiarla. Siempre dos imágenes en blanco y negro y una brevísima conversación. ¿Qué aprendiste este año? ¿Qué desaprendiste? ¿Encontraste tiempo para hornear un pastel? El vínculo comenzó como parte de un proyecto de la artista para registrar el impacto del tiempo en los políticos. No hay nadie que esté sometido a esas presiones, a ese ritmo de trabajo, a esa pesadísima carga de ilusión y desconfianza. Nadie es examinado con tanta severidad como el gobernante. ¿Cómo es que el tiempo transforma su piel, su mirada, su rostro? ¿Cuáles son las marcas que el poder deja en el cuerpo?
Quienes acordaban participar en la indagación de la artista se comprometían a posar para su cámara los siguientes ocho años. Angela Merkel acababa de entrar al parlamento alemán, tenía 37 años y ya despuntaba como una figura con enorme futuro político. Venía del Este, era científica, tímida y no se desbordaba en palabras. El contraste de Merkel con la generación de ambiciosos que pasaban por el lente de la fotógrafa era notable. Frente a la visible vanidad de otros políticos, la química llegaba al foro sin el empeño de seducir a todo mundo, de esmerarse por ser simpática, sin intención de proyectar la imagen que habían diseñado para ella sus consultores. Parecía vestida con uniforme, sin haber perdido un segundo a elegir el color o el corte del pantalón que llevaba. Mientras Shröder, el parlamentario socialdemócrata que terminaría siendo su antecesor, preguntaba si podía llevar un puro, ella llegaba de mala gana, tratando de salir cuanto antes de ese compromiso del que, durante mucho tiempo, se arrepintió. Finalmente terminó apreciando ese breve momento del año en que se encontraba con la fotógrafa y repasaba las preguntas de cajón. Las imágenes de la cámara registran el paso de los años: el cuerpo menos encorvado, la mirada más segura frente al lente, las manos más sueltas. Las últimas imágenes de la carpeta de Koelbl, las que corresponden a los últimos años de su gestión, no han sido publicadas.
Lo que llamaba la atención de la fotógrafa era la ausencia de signos exteriores de vanidad. Bajo la timidez y la sequedad había una seguridad que no necesitaba alimentarse en los elogios. A diferencia de todos los especímenes de su oficio, Merkel no hacía ningún esfuerzo por hacerse la interesante. No contaba chistes, no relataba aventuras de las que había salido victoriosa, no describía encuentros con personajes famosos. Su trayectoria es, quizá, la mejor expresión de la política del anticarisma. Para hacer no hay que seducir. El camino de la eficacia es otro. Analizar los problemas, escuchar con atención, rodearse de conocedores, abrirse a la crítica, examinar las alternativas disponibles, decidir con firmeza, corregir con agilidad. La mujer que pasó años en el laboratorio sabe que los problemas más complejos necesitan descomponerse analíticamente hasta encontrar la decisión concreta que los atienda. Gobernar para ella no ha sido nunca generar entusiasmos sino resolver problemas al paso.
Eso. Poco más. Nada menos. En ningún momento encalló en la grandilocuencia. No tuvo bosquejo de futuro a mediano plazo. Ningún discurso suyo llegará a las antologías de la elocuencia. Manejó el coche como quien atraviesa una niebla muy espesa. En esa carretera impenetrable es imposible ver lo que hay detrás de lo inmediato: hay que conducir despacio y con enorme cautela. No hay prisa, pero hay peligro. Gobierno pragmático y, en muchos sentidos, oportunista; gobierno discreto y eficaz que no se distrajo en balandronadas ni distracciones. Un gobierno que hizo la tarea con disciplina y rigor.
El político británico Enoch Powell llegó a decir que todas las vidas políticas terminan en fracaso. Esa era su naturaleza: quienes ascienden a posiciones de poder se desploman tarde o temprano. Los acaba el escándalo o la derrota. A menos de que su vida termine intempestivamente en una coyuntura feliz, el político termina solo y abominado. Angela Merkel escapó de ese destino. Dejó el poder por voluntad propia, cobijada más que por simpatías, por respeto. Aún en tiempo de los patanes, la decencia es posible.
