Los últimos tanques invasores se internan por las montañosas carreteras fronterizas, dejando atrás no sólo un gobierno enclenque y corrupto, que no tardará en colapsar, sino el sueño de un imperio. Nueve años atrás, la Operación Tormenta-333 tenía el objetivo de estabilizar al país, sustraerlo tanto al control del enemigo histórico como de los incipientes islamistas, y apuntalar al endeble Ejército local en un plazo que según sus estrategas no habría de durar más de seis meses. Nada salió como lo planeado: las fieras guerrillas locales, financiadas por las monarquías del Golfo cada vez más cercanas al extremismo y por la CIA, provocaron un sinfín de descalabros que no se saldó hasta la humillante retirada.
Es el 15 de febrero de 1989 y, tras la decisión tomada por Mijaíl Gorbáchov, la Unión Soviética deja atrás Afganistán. Lo que sucederá después parece un parpadeo: en 1991, tras un malogrado golpe de Estado contra el líder reformista, la URSS y su extensa zona de influencia dejarán de existir. Estados Unidos se declarará vencedor único de la Guerra Fría e impondrá su doctrina neoliberal en todo el orbe. Como corolario, en 1992, el gobierno comunista instalado en Kabul colapsará y, tras una cruenta guerra civil, los talibanes alcanzarán el poder en 1996.
Apenas nos acordamos ya de esa inmensa derrota que, al lado de la explosión de Chernobyl, precipitó el fin del imperio soviético. Pero la historia, lo sabemos, reaparece en oleadas circulares y la oprobiosa retirada de los últimos aviones estadounidenses y de la OTAN en Kabul que hemos contemplado estas semanas no es sino un eco de aquélla ocurrida treinta y dos años atrás. Muchos de los actores son, para colmo, los mismos: entonces armados, financiados y entrenados por la CIA, tanto los militantes del ISIS como los talibanes hoy enfrentados entre sí son quienes se disputan el control del país.
Tras la debacle soviética, los talibanes establecieron un régimen teocrático que entonces no dudó en aliarse con los radicales de Al-Qaeda en su lucha contra ese mismo imperio que entretanto aprovechaba para establecer bases militares en los territorios sagrados del Islam que los había ayudado a ganar. Fue allí donde, a la sombra del mulá Omar un villano de película de James Bond, Bin Laden halló refugio tras planear y financiar los atentados contra Estados Unidos del 11 de septiembre de 2001. La visceral reacción de Washington, que no aprendió nada de la incursión soviética, obtuvo el respaldo de la OTAN y de la ONU para una nueva invasión y desde entonces sus tanques y aviones sustituyeron a los soviéticos.
Si a los rusos les tomó nueve años asumir su fracaso, Estados Unidos necesitó más del doble para obtener el mismo resultado: nada. Veinte años dedicados a “establecer la democracia” con un gigantesco despliegue militar, millones de dólares invertidos en entrenamiento, formación e infraestructura, y miles de pérdidas humanas, que se han resuelto en nada. Las vergonzosas imágenes de la retirada, iniciada por Obama, acelerada por Trump y torpemente culminada por Biden una prueba de que la catástrofe es del imperio americano en su conjunto, son la mayor prueba, después de Vietnam, de que esta región del mundo no puede ser controlada impunemente por las grandes potencias. Algunos de los mismos talibanes financiados por la CIA que luego se han enfrentado a las tropas de la OTAN son quienes hoy se aprestan a gobernar el país.
Todos los saldos de esta afanosa historia son negativos: la nueva disputa entre el ISIS del Jorasán responsables de los atentados en el aeropuerto y los talibanes, sumada a los intereses rusos, chinos, turcos y de las monarquías del Golfo, apuntan a un nuevo caos. Mientras tanto, nada quedará de la democracia que Estados Unidos se empeñó en imponer por la fuerza y millones de hombres y mujeres excepto los pocos afortunados que encuentren asilo, como los que, en un movimiento ágil y esperanzador, el gobierno mexicano logró salvar volverán a quedar sometidos a los aberrantes dogmas de la religión.
