Tras una larga odisea, que rememora en distintos niveles la búsqueda de Orfeo tras Eurídice en el inframundo y su postrera derrota, una madre al fin se enfrenta a la verdad sobre su hijo desaparecido, uno más entre los miles de casos que horadan al país. Con escenas de una belleza abismal, donde la naturaleza misma, los agrestes paisaje del norte, con sus desiertos desolados, sus matojos, su estigia repentina y sus riscos amenazantes, se corresponde tanto con el estado emocional de los personajes como con el nuestro, Sin señas particulares, de Fernanda Valadez, es uno de los retratos más vívidos y emocionantes que se hayan hecho de nuestros años de plomo.
Cuando Felipe Calderón lanzó su guerra contra el narco, se empeñó en instaurar entre nosotros una moral dualista directamente extraída de su espinosa formación católica: un relato justiciero, copiado a George Bush Jr., donde los buenos, representados por las fuerzas de seguridad y en particular, desde entonces hasta ahora, el Ejército, se enfrentaban a los malos, esos narcos caricaturizados en cientos de imágenes esperpénticas: seres sin humanidad y sin conciencia, y por supuesto sin gusto, avariciosos y sanguinarios, a los que había que aniquilar a cualquier costo, una tarea en la que Genaro García Luna le servía como estratega y animador televisivo.
Desde entonces, ese mismo relato unívoco se ha mantenido en nuestro discurso público, prolongado en manos de López Obrador, un dirigente cuya biliosa moral cristiana sigue impregnando casi todas sus decisiones públicas. De nuevo el Ejército es el pueblo bueno, leal e impecable, y los malos son ahora más bien almas perdidas, a las que el gobierno recomienda expiación y penitencia y escuchar los consejos de sus madres, o cuya perversidad derivara únicamente de su marginación y su pobreza.
Frente a estas narrativas carentes de cualquier complejidad justo de esa abigarrada y tortuosa naturaleza humana que persiguen los grandes novelistas o que exhiben los cronistas expertos, películas como Sin señas particulares ofrecen una visión que, sin perder su componente simbólico a Valadez le fascinan los guiños clásicos, cercanos a la tragedia griega, apunta a revelarnos, poco a poco, el duro entramado de violencias que se tiende por todos los rincones de nuestro país, y que van de la sórdida burocracia mortuoria, que solo busca rellenar expedientes para aumentar el número de casos resueltos, a la absoluta imposibilidad de que los órganos del Estado hagan justicia y busquen la verdad.
Todo en nuestra época apuntala hacia este maniqueísmo sin matices, empezando por las redes sociales, donde se privilegian intencionalmente los juicios apresurados y las más burdas emociones frente a la lentitud de los detalles o el análisis mesurado de los hechos. Al lado de otras recreaciones de nuestra edad de plomo, de Temporada de huracanes de Fernanda Melchor a La libertad del diablo de Everardo González o de Casas vacías de Brenda Navarro a Soles negros de Julien Elie o Somos de James Schamus, éstos deberían ser los libros, las películas, las series y los documentales que recomienden los maestros a los jóvenes de nuestro país en nuestras escuelas.
Si en verdad queremos enfrentar la violencia que nos azota, necesitamos también eliminar los simplismos y las soluciones fáciles que durante tres lustros nos han conducido al desastre humanitario que seguimos viviendo día con día: cientos de miles de muertos y desaparecidos. Todos estos testimonios nos permiten identificarnos por momentos tanto con las víctimas como con los victimarios y entender o al menos tratar de entender la catástrofe que nos acecha día con día. Toda búsqueda en el México de hoy, pareciera decirnos Sin señas particulares, nos lleva a contemplar que, de una forma u otra, cada uno de nosotros es parte del horror. Para escapar al fin del cementerio en que hemos convertido a México en estos quince años, quizás deberíamos empezar por reconocerlo.
