Millones. Casi cuatro, en las cifras oficiales, en todo el planeta. Casi doscientos treinta y cinco mil, de acuerdo a los números de la Secretaría de Salud, en México. La realidad, de acuerdo a todos los estudios sobre exceso de mortalidad, es enormemente superior. Muchos millones en el mundo y acaso seiscientas mil muertes en nuestro país (quinientas mil calculó el matemático Raúl Rojas en abril). Todas ellas en el lapso de este inverosímil año y medio. Guarismos: nada que en apariencia nos conmueva, nada que nos sacuda más allá de unos segundos, nada que permanezca anclado en nuestra memoria. El recuento, más bien, de un vergonzoso olvido.
Empieza el verano, y con él la eficacia de las vacunas -tan anheladas, tan denostadas, ese gran avance de la humanidad en tiempo récord-, y es como si estuviéramos ya empeñados, terca y aviesamente, en fingir que esta tragedia global, que esta inimaginable acumulación de cadáveres, ya no nos toca, no nos pesa, no nos concierne. Nuestros políticos, que tan mal gestionaron la pandemia -en algunos lugares por ignorancia, en otros por tibieza o desidia, en otros por exceso de celo, en nuestro caso por soberbia- son los más interesados en pasar la página, en maquillar o torcer o silenciar las cifras, en borrar su responsabilidad en quién sabe cuántos miles de decesos.
Empieza el verano y aquellos cuya juventud los hace creerse inmunes y quienes ya estamos vacunados nos desvivimos en recuperar parte de lo que extraviamos o pospusimos -salidas, escapes, viajes, reuniones, fiestas, algarabías, multitudes-, sumidos en la desmemoria voluntaria, el frenesí y el ansia de normalidad, como si despertásemos de un mal sueño. Bailamos todos, sin darnos cuenta, la danza de la muerte: nos contoneamos, alegres y desbordados, sobre la carne putrefacta y las osamentas de quienes no tuvieron nuestra suerte.
Las dos veces que recibí las dosis correspondientes de la vacuna, me quedé pasmado ante el frasquito que nos mostraba, con precaución y orgullo, la enfermera: una suerte de elíxir mágico, una pócima de vida que no estuvo a tiempo para salvar a esos millones de quienes hablé al principio de este texto. ¡Qué responsabilidad ante lo que no es sino un golpe de suerte, cierta precaución o cierta resistencia frente a aquellos que fueron menos cuidadosos o más débiles o con menos fortuna que nosotros!
Un frasquito que podría haber representado la vida de mi amigo Sandro Cohen y, como él, de una multitud que no debería dejarnos en paz ni con la conciencia tranquila. Hemos vivido uno de los años más excepcionales de que se tenga recuerdo y lo peor que podemos hacer -lo que ya hacemos día con día, inmersos en nuestra rapidez y nuestra ansia- es empecinarnos en enterrarlo, en no extraer siquiera una enseñanza del desastre.
Porque lo que hemos vivido ha sido una calamidad inaudita, que ha costado, además de estos inagotables cadáveres, pérdidas, quiebres, extravíos y una angustia que queda incrustada en nuestros corazones aunque aún no queramos -o no nos atrevamos- a evaluarla. Nadie, en la Tierra, saldrá indemne de este daño aunque aún no lo calibre. Todos sufrimos, todos perdimos a alguien o conocemos a alguien que perdió a alguien, todos nos desesperamos y -a fin de cuentas- resistimos. Pero aún no conseguimos adivinar el precio que pagamos.
Somos sobrevivientes.
Lo inusitado es que tengamos que recordárnoslo en voz alta para reparar en lo que significa la palabra y la experiencia. El sobreviviente adquiere un peso inaudito frente a quienes perecieron. Hacer como si nada es la peor estratagema. Nos corresponde, igual que en otras catástrofes derivadas de nuestra torpeza o la estulticia de nuestros gobernantes, no solo no olvidar, sino exigir un ajuste de cuentas con quienes, desde el poder, medraron o erraron y jamás rectificaron o se enfangaron en su ambición o desdeñaron el peligro. La gran carga de los sobrevivientes es vernos obligados a ser mejores de lo que éramos.
@jvolpi
