Chicago- La ciudad goza de una luz primaveral incandescente con sus aceras y jardines inmaculados. El fin de semana largo, el de recordar a los caídos en la guerra, abre las compuertas a una multitud colorida que pasea por la avenida Michigan y su milla de oro.
Desde que la pandemia redujera la vida pública en calles, oficinas y restaurantes, la ciudad no había recibido tanto turista. El teatro “Chicago” anuncia en su marquesina: “Vienen días más brillantes, los habíamos extrañado; estamos ansiosos de estar juntos de nuevo”.
La mayoría de los paseantes llevan cubrebocas pero hay una diferencia con los de edad más avanzada. La vacuna da tranquilidad y certeza a la mayoría que ya la tienen. Las tiendas abren y sólo en las de mucha moda la gente hace cola para entrar. La municipalidad permite que los vacunados ya no tengan que llevar cubrebocas en los edificios públicos o en los restaurantes.
El sábado las calles están llenas de autos, al mediodía, las novias llegan ataviadas a los salones de fiesta de los hoteles para celebrar su boda. Una señal de renacimiento. Pedir un lugar en una fonda o una cocina de moda, casi imposible. En una esquina de la calle La Salle, una de las más céntricas, escucho la voz de un vendedor ambulante que anuncia a grito abierto: “taaacooos, taaamaaales”. Un breve recordatorio de lo que ya sabemos. En Chicago viven cientos de miles de paisanos. Sin su presencia no existiría la economía vibrante del resurgimiento norteamericano. Nuestro paisano pudo estar en cualquier lugar de México pero tuvo la libertad de anunciar su deliciosa mercancía en medio del distrito financiero de la ciudad.
En una charla matutina conocemos a Marta Sáenz, empleada del hotel al que llegamos. Cuarenta años atrás había emigrado desde León, de la colonia San Juan Bosco. Poco tardamos en saber de su vida, la de sus 9 hermanas y la de sus hijos nacidos en Estados Unidos. En la ternura de su nostalgia alberga el recuerdo de nuestra ciudad, a donde viene cada fin de año para saludar a sus familiares.
¡Tump, tump, tump!, tocan cuando no esperamos a nadie. Después de unos minutos nos fijamos que hay una bolsa caliente en la puerta. Tamales, ricos tamales llenos de alegría y bondad. Marta celebra su nostalgia en la cercanía, el tono de voz, nuestros modales y gestos distintivos de Guanajuato. Con su fina educación, en silencio, deja algo más que tamales, deja un recuerdo imperecedero.
Luego la buscamos para agradecer el detalle. Con sinceridad nos dice: “lástima que tuve tanto trabajo estos días, si no, los hubiera llevado a pasear por la ciudad”. Claro que nos hubiera encantado tocar base con su comunidad, una de la que nos podemos enorgullecer los leoneses de acá.
Chicago, como la mayoría de las metrópolis norteamericanas, sufre de las pandillas que trafican con drogas, extorsión y giros negros. Hay mexicanos, afroamericanos y latinos metidos en ese negocio de violencia y muerte. Sin embargo, podemos asegurar que buena parte de la riqueza del país vecino proviene de los brazos y el empeño de nuestros emigrados. ¿Por qué allá dan tanto, por qué no podemos organizar nuestro país bajo el modelo de productividad del “neoliberalismo” anglosajón? Si en lugar de exportar paisanos importamos el buen liberalismo, el buen capitalismo y el imperio de la ley, nadie tendría porqué partir. Seríamos imparables.
Días más brillantes vienen también para México. Al menos es el sueño que albergamos la mayoría.
