Había un sujeto que llevaba más de una hora tirado a las puertas de la cantina La India. Alguien fue a tocar al consultorio del doctor Aureliano Urrutia, que se encontraba a unos pasos. Urrutia le ordenó a su asistente que fuera a ver qué estaba pasando. El médico volvió con la novedad de que el hombre que estaba tirado era el general Victoriano Huerta, y que no tenía pulso.

Aureliano Urrutia se había convertido en una celebridad. El poeta José Juan Tablada cuenta en sus “Memorias” que era difícil transitar por la calle en donde se encontraba su clínica.

Urrutia, narra el historiador Mario Ramírez Rancaño, trasladó a Huerta a una mesa de operaciones y lo salvó: 15 días más tarde el futuro asesino del presidente Madero abandonaba la clínica para fortuna suya y para desgracia de la historia.

Tiempo después le pagó el favor al médico que lo había salvado, nombrándolo ministro de Gobernación.

Un siglo más tarde la cantina La India seguía abierta en la misma esquina en la que el alcohólico Victoriano Huerta se desplomó: República del Salvador y Bolívar.

Cuando iba a clases en el Claustro de Sor Juana, me llamaba la atención hallar la cantina abierta desde las 9 de la mañana. A tan temprana hora, hombres temblorosos se aproximaban a la barra para pedir la especialidad de la casa, la “India Especial”: un misil compuesto con vodka, brandy, ginebra, fernet, jerez, campari y sidral, que en segundos les devolvía el color a las mejillas.

Los alumnos del Claustro asistíamos a La India a jugar dominó y a exprimir las botanas en tres tiempos, una por cada copa. De una de las paredes colgaba un óleo en el que una hermosa india piel roja posaba… ¡frente a una pirámide mesoamericana!

Ayer volví a pasar por esa esquina. Encontré las cortinas abajo. “Cerrada permanentemente”, me dijeron. El propietario “no aguantó el confinamiento, ni la carga de la renta (más de 50 mil pesos al mes)”. En la misma esquina me informaron que también habían caído las cortinas de otro referente del viejo centro, la cantina La Vaquita: una víctima más del COVID, y del abandono a los establecimientos comerciales.

En La Vaquita tenían también su propia bomba para devolver la vida a los muertos: un menjurje conocido como Colibrí, que era algo, en efecto, como para poner a la gente a revolotear: una mezcla de vodka, martini, anís y campari.

Recuerdo sobre sus mesas bebidas que de solo mencionarlas se eriza la piel: botellas de Presidente, Fundador, Don Pedro… Recuerdo también que la botana era mala, aunque las tortas de milanesa, pierna horneada, chile relleno y huevo con chorizo constituían uno de los grandes atractivos del centro. Hoy, de sus cortinas cerradas cuelga este letrero: “Se renta local”.

Todas las cantinas del centro tuvieron sus mitologías. La de La Vaquita aseguraba que Cantinflas trabajó ahí como mesero durante algunos años, y que en los años 30 entre sus clientes frecuentes estuvieron Xavier Guerrero, Diego Rivera y Frida Kahlo.

Lo primero no hay manera de saberlo. Sobre lo segundo, existe una fotografía de alrededor de 1925 que muestra que arriba de La Vaquita estuvieron las oficinas del periódico El Machete, órgano del Partido Comunista Mexicano, en cuya portada se declaraba: “El Machete sirve para cortar caña, para abrir las veredas en los bosques umbríos, decapitar culebras, tronchar toda cizaña, y humillar la soberbia de los impíos ricos”.

Entre los colaboradores de la publicación estuvieron precisamente Diego Rivera y Xavier Guerrero, así como Fermín Revueltas, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco. Nada raro que de tarde en tarde hubieran bajado a echar algo.

Un siglo después, la historia de La Vaquita terminó: como creía José Juan Tablada, cuando se van los lugares se llevan consigo algo de la vida y de los recuerdos.

Camino por la calle. La ciudad me parece un espejo roto.

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