Aún no nos damos cuenta, pero ya somos otros: estos doce meses de pandemia nos han trastocado para siempre. A ratos, ahítos de nostalgia, quisiéramos imaginar que volver al pasado todavía es posible, que allá, en algún lugar, se parapeta el tiempo prepandémico y, cuando al fin todos estemos vacunados, habremos de regresar allí, a ese espejismo que a ratos nos parece idílico. Lo cierto es que aquel mundo, que ha quedado sepultado para siempre, era bastante atroz, y haríamos bien en ya desprendernos de él. Lo que no significa que esta era, este paréntesis o este entreacto, sea mejor, obstinados en no aprender de los errores previos, en no aprovechar esta insólita fluctuación para rectificar y construir, poco a poco, un mundo mejor.

Un año atrás, antes de que muriera el primer mexicano víctima del SARS-CoV-2, México atesoraba una reserva importante de esperanza: aunque las primeras medidas de López Obrador ya empezaban a generar suspicacias -en particular su desfachatada alianza con las Fuerzas Armadas-, prevalecía el discurso que lo hizo arrasar en las elecciones: frenar la maquinaria de corrupción enraizada en las instituciones y el anhelo porque un sinfín de programas sociales atemperaran la grotesca desigualdad heredada de los regímenes anteriores.

Sin embargo, los signos de la traición a sus principales promesas y de campaña acaso ya estaban allí: el desdén hacia cualquier otro movimiento social que no fuera el suyo -como distintas víctimas de la violencia o, más visiblemente, los grupos feministas-; la cerrazón ante cualquier crítica o disidencia, sin importar su origen; el ansia de llamar a todos los enemigos “conservadores”, aun cuando muchas de sus acciones fueran más conservadoras -por ejemplo frente al aborto o la legalización de las drogas-; y la construcción de una Presidencia reactiva, dedicada mañana a mañana a quejarse de los otros en vez de centrarse en el futuro prometido.

La pandemia reveló entonces su lado más frágil: su incapacidad para enfrentar una emergencia y, sobre todo, para aprender de los errores -los de otros países y en particular los propios-. El gobierno mexicano no fue el único sorprendido ni el único que reaccionó dando palos de ciego: prácticamente en todas partes los políticos actuaron instintivamente, equivocándose una y otra vez en sus pronósticos y en la evaluación del desafío. Escuchar hoy cómo hace un año el Presidente desdeñaba el peligro o cómo López-Gatell hacía malabares para no recomendar enfáticamente el cubrebocas genera vergüenza, pero lo más terrible es que ni uno ni otro -como si el jefe hubiera contaminado a su subordinado con su terquedad, o a la inversa- se dieron la oportunidad de rectificar.

Un año después, la catástrofe se verificó: el sistema de salud se colapsó en varios momentos y la cifra de muertos llega hoy, en términos oficiales, a casi 200 mil -que en realidad son más del doble, como han demostrado varios estudiosos-. Una cifra que no puede ocultarse y que marca un fracaso inaudito. Y, lo peor, un fracaso que tanto el Presidente como el subsecretario continúan anunciando como una victoria.

Cuatrocientos o cuatrocientos mil muertos.

Sin embargo, habría otro símbolo de la tragedia de este año: obligados por las amenazas de Trump, México cambió radicalmente la política migratoria que López Obrador anunció en campaña. Nos convertimos en el Muro que el demagogo tanto presumía, frenando el tránsito de migrantes hacia el Norte y aceptando las brutales políticas de retención en nuestro territorio. Hoy, valiéndose de otro método -más sibilino, no menos efectivo: la promesa de vacunas-, Biden ha vuelto a conseguir lo mismo: mientras que él prepara una ambiciosa reforma migratoria, nos condena de nuevo a fungir como sus policías al obligarnos a cerrar la frontera sur.

Los saldos de nuestro año bajo tierra.

@jvolpi

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