Al asalto
Pirómanos en el cuerpo de bomberos. Aunque el asalto al Capitolio pueda parecer un acontecimiento menor si se le compara con otros más espectaculares o estruendosos -apenas un puñado de muertos frente a los miles del atentado contra las Torres Gemelas-, en realidad concentra los mayores conflictos de nuestro tiempo. Si el 11-S señaló la vulnerabilidad de la primera potencia mundial frente a un pequeño grupo de terroristas, el 6-E revela tanto la profunda debilidad de la democracia como las tensiones provocadas en una sociedad que ha cedido el espacio público -y la difusión del conocimiento y la información- a gigantescas corporaciones privadas.
¿Cómo es posible que una turba enloquecida, formada por toda suerte de resentidos y creyentes en las más absurdas teorías de la conspiración, haya logrado irrumpir en el mayor símbolo de la democracia en el planeta? ¿Cómo es posible que se haya abierto paso hasta el Congreso y el Senado estadounidenses, que haya profanado sus emblemas y haya puesto en peligro la vida de sus miembros? La asonada no puede explicarse como un error de coordinación policiaca o como producto de un descuido de seguridad nacional: se trata, más bien, de la exitosa culminación de un largo proceso de radicalización.
Trump fue, sin duda alguna, su instigador, pero no solo en las horas o en las semana previas, durante las cuales no dejó de insistir en que había sido despojado de la victoria por un burdo fraude electoral, sino en los largos años en los que tanto él como sus seguidores -y sus predecesores, por ejemplo en el Tea Party- se dieron a la tarea de construir una realidad alternativa que terminó por ser abrazada por millones. Si el mecanismo de sugestión de masas no es novedoso -el nazismo o el estalinismo y sus maquinarias de propaganda fueron ejemplares-, su exacerbación en una época donde la información fluye de manera más veloz que nunca lo vuelve aún más eficaz y poderoso.
Desde hace décadas, los sectores más reaccionarios de Estados Unidos se dieron a la tarea de crear una narrativa que se opusiera a aquella enarbolada por los sectores liberales: la segunda mitad del siglo XX y las primeras décadas del XXI no serían, así, una era en la que los derechos humanos lograron expandirse y en los que la desigualdad se combatió por todos los medios, particularmente a través del lenguaje, sino un tiempo de degradación en el que unos pocos -las minorías- se aprovecharon de estas herramientas para desplazar y arrinconar a los verdaderos dueños de la nación: la población blanca que fundó y controló Estados Unidos por decenios.
Pero solo en una sociedad que cedió por completo la vida pública a unos cuantos actores tecnológicos -Google, Facebook, Twitter, etcétera- podía haberse instaurado con tal rapidez la idea de un fraude masivo que, al arrancarle el triunfo a Trump, acentuaba el despojo sufrido por los blancos a lo largo de este periodo. Como ha escrito Shoshana Zuboff, a todas estas compañías lo único que les interesa es aumentar el flujo de información que les permite apoderarse de nuestros datos personales -nuestra riqueza que se convierte en suya-, sin importarles si esa información es verdadera o falsa. Así fue como permitieron, durante estos cuatro años, y en especial durante las últimas semanas, que millones fueran infectados por el virus trumpiano: al día de hoy, entre 7 y 9 de cada 10 votantes republicanos siguen creyendo en el fraude electoral. La repentina decisión de bloquear a Trump resulta, por ello, tan cínica: las mismas empresas que permitieron e impulsaron la difusión de esta realidad alternativa -de la Gran Mentira- de pronto decidieron bloquearla. Ya lo sabemos: tapar el pozo… O, más bien, ocultar el sol…
La toma del Capitolio debería ser, sobre todo, una advertencia: mientras sigamos permitiendo que nuestras vidas -y datos- financien a estas empresas, privatizando en todos los sentidos el espacio público, la posibilidad de que otros líderes autoritarios infecten con sus grandes mentiras a millones -y destruyan para siempre a la democracia- es inminente.
@jvolpi
