El domingo salimos del encierro por unas horas y recorrimos varias colonias en auto. Entregamos un encargo en casa de familiares que tuvieron una infección leve del Covid sin tener contacto. La ciudad, después de las lluvias, parecía deslavada, triste, descarapelada.
Vimos muchas casas vacías y locales comerciales cerrados, sin mercancía, como testigos mudos de la crisis. León nos pareció más lúgubre que antes. En los tianguis la gente paseaba y compraba sin el menor cuidado, con cubrebocas en la barbilla o sin ellos. Policías, sentados en sus motos, charlaban con los transeúntes sin preocupación o conciencia del peligro que representa cada ciudadano descubierto.
En algunas colonias no sólo se detuvo el tiempo como en Cuba sino que retrocedió. Con los valores de los inmuebles en recesión, el abandono es común. La pintura y el yeso descascarados y los jardines olvidados, la dimensión de las cosas sobrecoge. Ceci mi esposa señala casas en calles conocidas desde su infancia. “Aquí vivían los Padilla, allá los Martínez, más allá los Antillón, en esa casa los Obregón”.
Su memoria vuela por el tiempo y reconoce el vecindario. Imágenes recuperadas donde un León más pequeño y pacífico podía andarse sin preocupación, donde los niños caminaban a la escuela o subían al camión sin temores. De jóvenes, desentendidos de cualquier riesgo, nos reuníamos para platicar o tomar un refresco -o algo más- hasta las primeras horas del día siguiente.
Hemos crecido y nuestra urbe ofrece hoy más educación superior, mejor infraestructura y oportunidades que atrajeron migrantes. Pero transcurren días difíciles. La industria en recesión, los servicios disminuidos y las escuelas cerradas quitan vitalidad y aliento; la sensación de que el país no tiene rumbo ni esperanza de mejorar pronto, cae sobre nuestros hombros. Lo peor: la criminalidad nos duele y preocupa.
Ahora que hay planes de invertir en obra pública 5 mil millones, valdría la pena pensar en el rescate de nuestras calles y fachadas. Con obras de pintura, remozamiento de calles y banquetas, de empedrados y accesos a colonias populares, el Gobierno debería emplear a miles que perdieron su ingreso. Los constructores pueden organizarse rápidamente y crear cuadrillas de trabajadores. El Municipio o el Estado tienen la forma de comprar por mayoreo yeso y pintura; también prefabricados para renovar banquetas.
Es mejor dar trabajo para producir que dádivas para sobrevivir como lo hace el gobierno federal con los cientos de miles de millones de pesos sin control ni fruto cierto. En ciudades más complejas descubrieron que el abandono, “las ventanas rotas” y el desorden público atraen vandalismo y crimen. Pocos imaginan que no usar mascarillas es tener un revólver biológico en la boca, cargado con una bala llamada Covid, al estilo de la ruleta rusa. La disciplina en el transporte, los mercados y ahora en las iglesias, evita muertes sin mayor costo que una pequeña tira de tela.
Cuando veamos a miles de mujeres y hombres transformar con buena herramienta el entorno, cambiará el ánimo, elevará los buenos recuerdos como los que narra el licenciado Paulino Lorea del renovado Parque Hidalgo. Cuidar la ciudad no es un gasto impagable, mantenerla limpia no tiene precio porque es un problema de cultura, de conciencia comunitaria. La participación de todos es posible con liderazgo de la autoridad. Cuestión de voluntad y dedicación.
