Cuando leí, en un día lluvioso de junio, hace 14 años, el artículo de Enrique Krauze titulado “el Mesías tropical”, me molesté, pues pensaba que era una exageración construir con un análisis del personaje y de su lucha, la imagen de AMLO como un mesías que prometía la redención sólo para quienes pensaban y actuaban como él.

La reconstrucción de su manera de gobernar y su convocar religiosamente a las mayorías pobres, al México Profundo de Bonfil, me parecía una exageración. Más, para quienes, como yo, desde la izquierda, sabíamos de la necesidad de contar con un líder progresista que aglutinara a quienes pensábamos en la necesidad de un proyecto de nación distinto, centrado en las mayorías. 

Pero con el paso de los años, desde sus campañas presidenciales, me di cuenta que nuestro mesías no toleraba a quienes no estuvieran de su lado. Que el sabio desapego de la riqueza era en realidad rencor contra el rico; que el menosprecio a la mentalidad empresarial era en realidad el desprecio hacia la propiedad privada. Me parecía y todavía hoy, que Morena, el partido nacido del PRI, no tiene una ruta hacia el socialismo sin considerar a la fuerza emprendedora y empresarial que tenemos en las clases medias, donde está el motor de las nuevas ideas. 

Esta semana, AMLO, nuestro Presidente, insiste en estrategias para distraer a la opinión pública de los grandes problemas de la inseguridad, la recesión y la pandemia Covid.

Desde el invento de la “Boa”, un grupo opositor que en caso de existir-, solo ejercería su derecho político a influir en votantes para las elecciones del 2021 (el mismo derecho, por cierto, que ejercimos aún a un enorme costo de militantes, la izquierda por décadas, aglutinada en el PRD).

AMLO, nuestro “mesías”, ha buscado construir en el imaginario colectivo de las mayorías pobres, la imagen de que la transformación es él. Utilizando figuras bíblicas, esta semana toma la del Evangelio de Lucas para declarar que los mexicanos o estamos con él o contra él, a favor de la transformación que es él, o en contra de ella. 

AMLO ha hecho cosas buenas, nos ha hecho pensar en las mayorías, en la necesidad de tener un gobierno austero, en canalizar socialmente el gasto público hacia los pobres, pero su analfabetismo económico se ha reflejado en que nunca en su discurso llama a producir riqueza, a crear empleos, a emprender, a cerrar las brechas educativas y tecnológicas que tenemos con los países más competitivos. 

Su discurso se centra a todas horas, en todo espacio, en todos los días, en incendiar los ánimos echando la culpa al pasado y a los demás. Nuestro mesías, nos sigue etiquetando a todos: los mexicanos, así puestos, solo tenemos: o estar con él, o contra él, cuando la vida real no es así. 

Lo peor, es que, para él, si opinamos en contra, si ejercemos el derecho a la crítica, si abrimos una empresa, si queremos energías limpias, si deseamos contrapesos en organismos autónomos, si hablamos de emprendimiento, si nos duele la falta de inversión pública en el sector salud, si vemos cómo estrangula a gobiernos estatales, como el Guanajuato, afirma que estamos en contra de él. 

Me duele que México haya entrado ya a la dinámica de la división. Hubiera deseado que la transición hacia una sociedad más justa, a una economía más solidaria, a un gobierno más austero, se hubiera dado como con los gobiernos socialistas de Chile con Lagos y Bachelet, de Brasil con Lula o de Ecuador con Correa, de Uruguay con Mújica, quienes comprendieron que la transformación era llegar a acuerdos donde todos ganaran. Leyes más estrictas con los grandes capitales y monopolios y transnacionales. Pero donde concurrieran el capital privado y el Estado. 

Mantener la estrategia de la polarización, de la división, incluso, del odio, que fomenta nuestro Presidente para mantenerse en el poder y a su partido, tiene un costo enorme no solo en la fracturación social y familiar, sino en la imposibilidad de construir acuerdos para reactivar la economía. 

Lamentablemente, en ese ambiente, ya vivido en Cuba, en Venezuela, en Nicaragua, los capitales migran, la inversión se frena, y el consumo se acaba, si no hay condiciones, y la sociedad, al final de cuentas, es la que pierde. 

México en su historia, siempre perdió cuando precisamente, nos encontrábamos divididos, ya en la colonia entre españoles y criollos contra mestizos, ya en la independencia entre realistas e insurgentes y en la Reforma, entre conservadores y liberales. 

Así, perdimos la mitad del territorio, sufrimos invasiones y aún en la era moderna, terminamos perdiendo todos como con Luis Echeverría. Ni AMLO es el Mesías, ni la transformación que prometió es el Reino de Dios. Aquí no se trata de estar en uno o en otro bando, ni la estrategia es la lucha de clases donde peleen mexicanos buenos contra malos, chairos contra fifís. 

Lo que ha iniciado AMLO es una lucha interna que tiene ya expresiones en numerosos espacios. Se trataba de proponer un gobierno distinto y una economía distinta, no de incitarnos al odio y a la guerra fraticida, aunque sea por conservar unos y otros, el poder. México no podrá salir adelante y sobrevivir en un entorno de competencia industrial e innovación, si no, construimos ese proyecto, todos, buscando coincidencias y no agravando las diferencias.

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