“Me agarraron nomás por el corte de cabello”, dice Sergio Sánchez Arellano, un vendedor de dulces, de 39 años de edad, que gusta del casquete corto, como muchos otros mazahuas.
Recluido en el Centro Varonil de Santa Martha Acatitla hace más de 7 años, pide acceder a un derecho escaso en este País: justicia.
Sergio siempre quiso ser doctor pero su deseo quedó en un sueño. Tiene nueve hermanos. Sus padres, descendientes de los Mazahua, una de las culturas más antiguas de México, nacieron en una tierra agobiada por las carencias, su madre en San Antonio Pueblo Nuevo y su padre en Providencia, San José del Rincón, Estado de México. En busca de un destino menos crudo, la familia emigró.
“Yo nací en Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México. Ahí puse desde hace diez años mi puesto de dulces. Afuera de mi casa, en dos mesitas, vendo camotes, calabazas, los dulces de México”, afirma Sergio en entrevista.
Narra que eso estaba haciendo la noche del 29 de marzo de 2010, cuando llegaron cerca de diez hombres y sin mediar palabra uno de ellos se lanzó contra él.
“Fue como a las 8 de la noche. Yo estaba con mi esposa, sentado sobre dos tabiques vendiendo mis dulces. Se bajaron de los coches, no me dijeron nada. El primero se colgó de mí y me tiró al suelo. Luego llegó otro y me empezaron a pegar. Vi cómo golpearon a mi esposa pero ella logró meterse a la casa. Me llevaron arrastrando. Nunca me dijeron que eran judiciales.
“En el coche uno se sentó en mi cabeza, otro en mis pies y otro encima de mí. Me fueron golpeando. No sabía de qué me estaban hablando. Cuando llegamos a la Fiscalía me enseñaron una navaja, uno me dijo: ‘es tuya, agárrala. A ver, pícame a mí cómo andas picando a la gente’. Me esposaron a un escritorio y me tuvieron hincado mucho tiempo”, relata.
“Querían que yo les dijera que maté a alguien. Así me tuvieron. Ya me quería echar la culpa para que ya no me hicieran nada pero ¿por qué? si yo no hice nada. Luego me trajeron un retrato. ‘Éste eres tú’, me dijo. ‘No, yo no soy ese’, le contesté. Me decían que yo era el del retrato por el corte de cabello”, relata.
Sergio no sabe de dónde sacaron las supuestas pruebas en su contra, insiste que dijo muchas veces que el 2 de marzo en la noche, cuando ocurrió el crimen cerca del Metro Tacuba, él estaba en Ciudad Neza, vendiendo dulces afuera de su casa y estacionando coches. Refiere que su esposa y su vecino declararon que esa noche estaba en su puesto, pero que no les creyeron.
“Estoy pagando por algo que no hice. Me perdí la niñez de mis hijos, es lo que más duele. El tiempo ya no regresa. Mi familia está luchando conmigo porque saben que no lo hice. Mi mamá ya no veía por la diabetes pero así me visitaba, nunca me dejó. Un martes vino y al siguiente domingo se murió. Yo creo que vino a despedirse”, dice triste el hombre sentenciado a más de 27 años de prisión cuya defensa es llevada por el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez.
Pero Sergio no se rinde. Estudió en Santa Martha la secundaria y quiere hacer la preparatoria. Al saber que su caso está listado en la sesión del próximo 25 de octubre en la Suprema Corte, envía un mensaje desde prisión.
“Quiero ser libre para estar con mi familia. Salir para ver en dónde está mi mamá. Quiero que me hagan justicia. Eso, nada más”.
