Un terremoto apenas perceptible en esta ciudad, un ligero movimiento en algunos edificios. Nada que lamentar, todo reducido a una anécdota de pasillo, de unos cuantos tuits, de dos líneas en el WhatsApp, de algunos chistes en Facebook; los medios de comunicación la comentarían como una nota más. El terremoto del 19 de septiembre del 2017 pintaba para ser poco menos que nada en esta ciudad.
Pero el gran movimiento, la gran sacudida había comenzado.
Sin darse cuenta, la sacudida había sido brutal:
En León no se abrieron las calles, no se cuartearon edificios, no se cayeron construcciones; no hubo explosiones. No hubo pánico, no hubo sangre.
Pero el terremoto estremeció la conciencia, derribó la apatía y despertó la fuerza más poderosa: la fuerza de voluntad.
El terremoto que me tocó vivir en mi ciudad cimbró nuestra alma, sacudió nuestro ser:
Caminaba sus calles y vi manos, cientos de pares de manos ayudando, colaborando. Acá no se dañaron edificios, pero sí los convirtieron en centros de acopio. La gente buscó refugió en la donación y se acercó cientos de kilómetros, con su solidaridad, al lugar de la desgracia.
En este terremoto yo vi correr gente… a llevar víveres. Vi gente gritar… para ordenar la fila de ayuda. Vi a la gente desvelada y cansada… de estibar contenedores que llegaba a los centros de acopio. Vi lágrimas… de emoción al donar. Sentía que se me movía la tierra.
Señoras y señores, en León tembló, hubo varias réplicas… vibró con sus acciones, se estremeció con su energía para ayudar. Se sacudió con su empatía con la desgracia de sus hermanos.
No deja de sorprenderme la naturaleza, la fuerza con la que mueve la tierra, pero también la fuerza de su creación: la humanidad.
